os o tres días antes de acabar la guerra civil, el padre de Ramón Gracia Beltrán viajaba a menudo con su coche -un Rugby, de la General Motors- de Elche a Alicante llevando a personas que querían llegar al puerto para huir de España. Era un viaje para buscar un medio con el que huir desde el puerto.

Muchos soldados habían abandonado sus unidades en una desbandada general, pero también había familias comprometidas con la República, personas de todas las edades que de cualquier manera buscaban la salvación.

El padre de Ramón no pensaba huir entre otras razones porque su mujer estaba en avanzado estado de gestación. Tenía miedo como todos los republicanos, pero pensaba que no había hecho nada punible. Ser republicano convencido no creía que fuese nada grave.

Por estas razones, había decidido ir aquel día a acompañar a su mujer al médico a Alicante junto a su hijo. Ella estaba preocupada porque padecía diabetes y temía que le pudiese afectar al embarazo.

La consulta del Doctor Schneider -un médico homeópata- no estaba lejos del puerto. Hacia allí se encaminaron los tres, después de dejar el coche aparcado cerca. La consulta se encontraba en el primer piso que daba a la calle. Desde el balcón se veía pasar la gente hacia el puerto: soldados, civiles, carros, bicicletas, camiones... un tráfico nervioso por la inseguridad de aquellos días.

Mientras su padre y la mujer esperaban en la sala de visitas, el hijo seguía en el balcón viendo el paisaje de una ciudad asediada por el ejército franquista.

En aquel momento sonó la sirena que anunciaba la llegada de la aviación franquista para bombardear y atemorizar a aquella población desesperada como había pasado otras tantas veces. Todo el mundo empezó a correr a los refugios, pero sus padres decidieron quedarse allí en la consulta. De todas formas no hubo tiempo de buscar una vía de escape, porque al instante ya se oían los silbidos de las bombas y a continuación explosiones sobre la ciudad que hacían un ruido aterrador mezclado con el estruendo de los edificios convertidos en ruinas, mientras el humo, los gritos y el humo se extendían por toda la ciudad y el puerto.

Entre aquel caos de explosiones seguidas, una de ellas cayó más cerca de la consulta del Doctor Schneider, tanto es así que los cristales que cerraban el balcón se rompieron en mil trozos y la onda expansiva hizo que todo el edificio experimentara una fuerte sacudida. El padre de Ramón de manera instintiva abrazó a su mujer para protegerla, pero el hijo con la curiosidad infantil, aún en aquellas circunstancias, se asomó a continuación por el balcón para ver los efectos de la explosión en la calle, y en aquel momento vio una imagen que le acompañaría toda la vida. Por un instante un caballo sin cabeza caminó unos pasos enganchado al carro, y en seguida cayó en medio de los adoquines arrancados de la calle. La cabeza, no la vio por ningún sitio del alrededor aunque la buscó un instante; alrededor solo pudo contemplar un paisaje de escombros y piedras arrancadas, coches retorcidos, cuerpos inmóviles, trozos de bicicletas y otros cuerpos que a penas se movían agitando la mano en busca de auxilio. Pero de todo ello, lo que más le impresionó para siempre fue aquel caballo sin cabeza que enganchado al carro por un impulso inverosímil aún fue capaz de dar dos o tres pasos.

Entre todo este caos que el niño vio por la ventana, la madre de Ramón aún pudo entrar a la consulta del médico a controlarle el azúcar para proteger el embarazo.

La explosión no afectó al coche de ellos, aparcado un poco más allá. Una suerte que no tuvo el padre al acabar la guerra. Después volvieron a casa, a Elche pero marzo acababa y con el la República.

El padre de Ramón, siguió con sus viajes de Elche al puerto de Alicante, una ciudad que agonizaba entre una multitud cada vez mayor agolpada en las cercanías del puerto.

Pero aún tuvo tiempo de ver como por la «rambleta» bajaban coches a gran velocidad, buenos coches de importación que cuando llegaban al puerto se precipitaban directamente al agua, algunos conductores se lanzaban antes para salvarse, pero otros caían al agua hundiéndose con todos los pasajeros como algo natural. De tal manera que al poco tiempo algunos ya sobresalían del agua.

Aún tuvo tiempo de oír el padre de Ramón la entrada de la columna motorizada italiana a las puertas de la ciudad y en seguida los ruidos de los golpes con grandes mazos sobre los motores de los coches que veían al paso y que sonaban como una fatal premonición.