Twitter se ha tornado en un laboratorio para que hagan pruebas los psicólogos y psiquiatras de medio mundo, pues les ofrece material de sobra para que analicen la salud mental de nuestra sociedad. No hay que negar la utilidad de la presteza del acceso a la información que ofrece esta red social por medio de cuentas pertenecientes a fuentes hábiles, sin embargo, estas fuentes comparten espacio con otras que generan un sinfín de reacciones al ser indebidamente elevadas a interés general, otorgándoles un protagonismo que no soporta un juicio mínimamente razonable.

Esto último es lo que ha ocurrido con la elevación a los altares mediáticos de uno de esos personajes, cuyo nombre es Cassandra Vera. Una murciana que ha sido condenada por la Audiencia Nacional a un año de prisión y siete de inhabilitación por la comisión de un delito de enaltecimiento del terrorismo, al haber hecho referencia en la citada red social, con más desacierto que humor, al asesinato de Carrero Blanco en 1973. A estas alturas ya conocemos prácticamente todos los tuits de esta mujer, tocados por el odio a casi todo y recriminando el odio de casi todos. Como decía, son otros profesionales los que deben valorar las motivaciones personales de esos tuits, pero la realidad es que, entre todos, hemos creado un nuevo monstruo mediático debido a la propaganda de las estupideces que anidan en esos comentarios limitados a ciento cuarenta caracteres.

El manido conflicto de derechos fundamentales, como son la libertad de expresión y el honor, junto a ese bien jurídico protegido que es la dignidad de las víctimas de terrorismo, y otros directamente relacionados, quedan a un lado en este momento, pues su judicialización debe circunscribirse al ámbito estrictamente personal de los afectados, y sus resoluciones judiciales no hay más que acatarlas. Sin embargo, creo que necesita una revisión la reacción popular a los comentarios que se realizan en las redes sociales. No resulta rechazable que se abran todos los foros que se deseen para discutir con libertad sobre cualquier asunto, aunque cierto es también que se ha de medir, sin discriminaciones, lo que resulta correcto o incorrecto. Es decir, no podemos estar acusando de incorrección política lo que nos disguste y que sólo goce de amparo constitucional nuestra opinión. Por un lado, unos utilizan la condena a Cassandra como medio para viralizar la victimización de la autora del tuit ofensivo de la pérdida de libertades en nuestro país, denunciando la intolerancia a la libertad de expresión que muestra, según ellos, la trama española. Otros, por otro lado, dramatizan de manera desproporcionada por unos desafortunados comentarios de la tuitera, dando pábulo a las intenciones de los primeros y confirmando la creación de una víctima del sistema.

En definitiva, se ha utilizado la condena a una persona que lleva la pena en su delito, que aprovecha los focos que le brindan los medios de comunicación como oportunidad de seguir en el candelero de la mediocridad, a la que damos todos valor haciéndonos eco de sus comentarios. Resulta rechazable la victimización del odio rezumado por Cassandra, pero resulta más negativo que se le otorgue un protagonismo desmedido a unos comentarios que cualquier persona medianamente formada hubiera tenido por no hechos. Cassandra se ha erigido como el paradigma de la incorrección política asimétrica, que brinda un enorme espacio de tolerancia a su opinión, pero que constriñe el de otros.