Leo en la prensa los artículos que recuerdan a Andy Warhol al cumplirse el treinta aniversario de su muerte. Nunca he sido un devoto de este artista. Ante su obra, me asaltan las mismas dudas que siento ante buena parte de la pintura contemporánea. Para admirarla, debo situarme dentro de la propia historia de la pintura. Pero la historia de la pintura es un río muy vasto, muy intrincado, de unos límites, hoy por hoy, imposibles de precisar. Fuera de ella, es decir, por sí mismas, las obras de Warhol son bien poca cosa; ni siquiera alcanzan la maestría de, pongamos por caso, un Murillo. Sí, ya sé que la maestría no es un valor que cotice al alza en la actualidad, pero ignoramos cuanto hay en ello de moda o de verdad. Reconozcámoslo: nos falta perspectiva y todo juicio que formulemos debe ser, por fuerza, provisional. La profesora Estrella de Diego afirma que «Warhol fue la conciencia misma de lo contemporáneo» y es cierto; pero lo contemporáneo es, por su propia definición, pasajero. Contemporánea fue la condesa de Noailles y ¿quién la recuerda hoy? En cualquier caso, lo que hace de Warhol un artista limitado no es que renunciara a la maestría (algo que, seguramente, supo que no podría alcanzar) sino que se rindió al gusto de la mayoría y no intento ir más allá.

CUANDO LO LOCAL RESULTA UNIVERSAL

Me pregunto si el premio Pritzker cambiará nuestra manera de apreciar la arquitectura, si ese gran despliegue que hemos visto en los periódicos, contando los detalles del estudio RCR, tendrá algún efecto. Los cambios de gusto son lentos; siguen, a menudo, meandros sinuosos y terminan por sorprendernos. Otras veces, el retroceso es evidente y nos resistimos a admitirlo. Aunque los intereses de la moda y de la industria se empeñen en hacernos creer lo contrario, en el arte -y la arquitectura es un arte- no hay progreso. Hace unas semanas, nos alarmábamos ante la noticia de la destrucción de la casa Guzmán; ahora celebramos la concesión del Pritzker al estudio RCR.

Los alardes vacíos de un Calatrava nos deslumbran y llaman la atención de un modo inmediato. El rigor constructivo de RCR, como el de Murcutt o Zumthor, cuesta más de aceptar porque requiere una sensibilidad más exigente para apreciarlo. Su monumentalidad no nace la de la apariencia, del exceso, sino de la contención. Las virtudes de la buena arquitectura suelen ser las mismas que adornan la buena vida.

Pero hay otra circunstancia de RCR que conviene destacar porque, a mi entender, brilla a la misma altura que sus condiciones formales. En unos tiempos de globalización, RCR muestra cómo de lo local -Olot, el paisaje de Olot- se puede trascender a lo universal ¿No es esto lo que han hecho siempre los grandes creadores? No, no hay oposición entre local y global siempre que uno sepa recorrer el camino, lo que no es fácil: se necesita el obstinado rigor de un Leonardo, lo que no está al alcance de todo el mundo.