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Bartolomé Pérez Gálvez

Del sur y los sureños

El tipo la ha liado parda. Jeroen Dijsselbloem, ministro holandés de Finanzas y, a la sazón, presidente del Eurogrupo, nos ha puesto a caldo. Dice que los sureños nos gastamos el parné en la «dolce vita». Vaya, que dilapidamos la ayuda que, generosa y solidariamente, nos viene del norte ¿Que a los del sur nos gustan el vino y las mujeres? Pues vaya novedad. Ya lo cantaba Julio Iglesias hace 40 años, pero este pedazo de patán aún no se había enterado.

Para ser sincero, lo que diga este fulano me la bufa, como diría Pablo Iglesias -el otro, el joven- convertido en nuevo «maestro» de la dialéctica parlamentaria. Sin embargo, lo que de verdad me toca los mismísimos es la sempiterna diferenciación entre el norte y el sur. En Europa, en España, en la Comunidad Valenciana e, incluso, en esta provincia. El sur existe, es honorable y, para mayor abundamiento soy sureño en todos esos contextos. Y me enorgullezco de esta virtud. Como escribió Astor Piazzolla, yo también quiero al Sur, aunque el suyo fuera el patagónico y, el de un servidor, un lugar bastante más cálido.

Dijsselbloem no se ha conformado con soltar la lengua una vez. Le pareció procedente ratificarse o, cuando menos, no disculparse por el rebuzno. Así se lo hizo saber a los parlamentarios españoles que mostraron su disconformidad ¿Machista? Nada malo hay en que nos gusten las mujeres, los hombres o lo que nos apetezca. Eso sí, lo de gastar dinero «en mujeres» suena feo. Y es que, a mi corto entender, no consta evidencia alguna de que las mujeres meridionales sean menos dignas que las de otras tierras. Ni, por supuesto, que los sureños tengamos especial tendencia por pagar favores femeninos. Si eso es lo que insinúa, insulta por igual a ambos sexos. Lo dicho, un auténtico patán.

Tan bárbaro resulta afirmar que el español medio se gasta el dinero en alcohol y mujeres, como que los holandeses lo hagan en marihuana y puterío, entre coffee shops y el barrio rojo de Amsterdam. Ni lo uno ni lo otro. Más allá de opinar sobre cómo invierte cada uno en su divertimento, preocupa que Dijsselbloem olvide algunos detalles mientras alardea de espíritu solidario. Aquí seguimos pasándolas canutas aunque sin comparación con el suplicio que soportan en Grecia ¿Que se jubilan muy pronto y son una rémora para la economía europea? Pues sí, pero eso no fue óbice en su momento para aceptarlos en la Unión Europea ni para expoliarles sus riquezas. Tampoco a los españoles se nos puso tacha alguna mientras los bancos del resto del continente seguían haciéndose dueños de nuestra deuda soberana o las empresas abrían nuevos mercados. Ahora que los griegos cuestan más que lo que pueden ofrecer, les tildan de vividores. Y a nosotros también, por extensión.

Poco importa que españoles, italianos y griegos seamos los europeos que más felicidad hemos perdido desde el inicio de la crisis. No lo digo yo, que esta misma semana se ha conocido el Informe Mundial de la Felicidad 2017 y así consta. En la última década, a los más alegres -los mediterráneos, por supuesto- nos han dado por todas partes. Ahí andamos luchando en la cola del ránking de pérdidas junto a venezolanos, centroafricanos o ruandeses. Y es que, si algo se nos está birlando, es la felicidad. Pero eso no cuenta para el presidente del Eurogrupo.

Las declaraciones del también parlamentario socialista -¡tiene narices!- no pasa de ser una manifestación extemporánea y un tanto grosera, de un estereotipo que sigue vigente. Los mediterráneos tenemos fama de vividores; los norteños, de rígidos. Nosotros somos impulsivos; los otros, obsesivos. Me dirán que Europa es la leche, que tenemos que aprender de la rectitud centroeuropea. Pues sí, pero sin perder la esencia mediterránea. Tanto me aburren los xenófobos como quienes ven en el extranjero todas las virtudes, dejando los defectos para la propia casa. Compaginar ambos extremos es, indudablemente, más productivo.

Cuando piensan mal de uno hay que ser contundente en la respuesta, sí, pero también poner en marcha la reflexión y la autocrítica. Lejos de ser una postura individual, no hay duda de que la opinión de Dijsselbloem es compartida por muchos europeos. La hemos oído y leído, por activa y por pasiva. No lo entiendan como muestra de eurofobia -en absoluto- pero raro es que no hayamos vivido o conocido alguna situación similar. Y hay renegados, sin duda, porque esto de parecerse a otros europeos, en detrimento de lo nacional, mola mucho. Algunos de quienes ahora se ofuscan con el holandés, hasta hace un par de días defendían que estábamos viviendo del cuento. En fin, sigamos perdiendo nuestra idiosincrasia.

Hablaba de autocrítica y hay que ejercitarla. Si los euro-obsesos quieren darnos caña, andarían más acertados recordándonos algún defecto mayor que no acabamos de limar. La falta de pragmatismo que nos caracteriza es bastante más importante que nuestra naturaleza lúdica. Agotamos esfuerzos en disquisiciones teóricas que, con excesiva alegría, acaban justificando leyes, decretos y demás monsergas. Cualquier tema es válido para animar el debate político menos, de una vez por todas, cubrir esas necesidades de trabajo y vivienda con las que se nos hizo la boca agua de tanto charlatanear. Seguimos sin dar salida al futuro de los mayores, no alcanzamos una estabilidad educativa y, gobernando unos u otros, los sistemas de protección social mantienen un declive constante. Y qué decir de la corrupción política, en un país en el que los presupuestos acaban en manos de tránsfugas, no adscritos o como puñetas quieran denominar a esos vividores. No busquen muy lejos que aquí, Alicante y su provincia, dependemos de esa caterva. Ahí tienen motivo para darnos hasta en el carnet de identidad. Y para que nos lo pensemos en serio, por supuesto.

Si Don Camilo -el nuestro, el Nobel- aún estuviera por su Iria Flavia, tal vez regalara a los europuñeteros, como Dijsselbloem, un «váyase usted a la mierda». Si así fuera, lo hago mío.

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