Es curioso comprobar hasta qué punto el ser humano y la sera humana son capaces de escudriñar las más peregrinas excusas, de utilizar las trampas más toscas, de bucear hacia los abismos más profundos de su propia mismidad, con el único fin de justificar la imposible ficción en la que viven, de encontrar balsámicas metáforas con tal de no enfrentarse a la áspera verdad, de espantar de sus pensamientos, de sus desmayadas conciencias, la incómoda mentira en la que se sienten confortablemente instalados. Y créanme, mis dos estoicos lector y lectora, paradójicamente, este pernicioso fenómeno de introspección colectiva, de milimétrico e irreversible suicidio, se produce con mucha mayor frecuencia en el seno de sociedades ricas, desarrolladas y democráticas, que en la rusticidad de quienes están necesitados de casi todo, de quienes no tiene casi de nada. Decadencia y hambre; azar y necesidad; miedo y revolución. De ahí que se utilice la ambigüedad del lenguaje como narcótico aliado de lo que no queremos ver pese a saber que existe. Preferimos dormir con la mueca de la piadosa mentira para de no tener que despertarnos con la mirada de la verdad. En la anfibológica y freudiana película de Nicholas Ray «Johnny Guitar», el apócrifo protagonista ( Johnny- Sterling Hayden) le dice a su antigua amante ( Vienna- Joan Crawford): «Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años»; y Vienna, paradigma del pathos existencial, le contesta: «Te he estado esperando todos estos años». Pues eso, miénteme.

Este miércoles se volvía a producir un atentado del terrorismo islámico (otro más) en el mismísimo corazón, físico y simbólico, de una de las democracias más antiguas del mundo, la británica. En pleno puente de Westminster primero, y luego a las puertas del Parlamento, allí donde el Big Ben nos recuerda con su peculiar sonido el paso de las horas y los días, un inglés convertido al islamismo asesinaba a cuatro personas dejando decenas de heridos, muchos de ellos críticos. El terrorista islámico vino al mundo con el nombre de Adria Elms y mutó al de Khalid Masood tras pasar cuatro años en Arabia Saudí, toda una declaración de intenciones. Con esos precedentes no se entiende muy bien por qué los servicios de inteligencia no lo tuvieran en su órbita de control. El Estado Islámico, o lo que queda de él, ya ha reivindicado el atentado. Y cuando se producen en países europeos atentados de estas características se ponen inmediatamente en marcha los resortes del «don't worry», del lobo solitario, del perturbado. De nuevo el placebo balsámico, la piadosa mentira. Todos y todas sabemos la verdad, la conocemos sobradamente, pero nos acostamos con la perífrasis, en la cobarde esperanza de no levantarnos con la verdad. Necesitamos que nos mientan: «Dime que me has esperado todos estos años».

Todos somos Londres, todas somos Madrid, todos somos París, todas somos Bataclan, todos somos Charlie Hebdo, todas somos Niza, todos somos Berlín, todas somos Bruselas, y así hasta el próximo atentado del terrorismo islámico. Por cierto, como observación ingenua dirigida al buenismo multicultural, ecuménico y tan comprensivo: cuando los atentados del terrorismo islámico se producen en lugares que no son Europa, qué pocas veces se ve lo de todos somos cristianos coptos egipcios, todas somos cristianas nigerianas, todos somos cristianos eritreos, todas somos cristianas iraquíes. En esos casos no hay artistas que buscan su minuto de gloria en el lugar donde ha ocurrido la masacre, no hay fotos y dibujos pretendidamente originales a los pies del lugar del crimen. Ya no somos todos y todas, queda demasiado lejos y tiene muy poca repercusión mediática. Los Gobiernos europeos, sus políticos, los medios de comunicación, andan especialmente preocupados intentando ocultar el mayor tiempo posible a la opinión pública el origen de los atentados, quienes son sus autores materiales, sus autores intelectuales, su credo religioso. Se sigue la pauta de que es preferible acostarse con el lobo solitario, el perturbado, que levantarse con la verdad. «Dime que me has esperado todos estos años».

El problema surge cuando no queda más remedio que admitir que no hay un solo lobo solitario, que no hay un solo perturbad ocasional, sino miles de ellos perfectamente organizados, dirigidos, financiados, aleccionados, predicados, bendecidos y apoyados. Quieren hacernos creer que actúan en solitario; no es así. Y lo más dramático de este imparable fenómeno del terrorismo islamista radica en la ola de protestas e indignación de la progresía multicultural cuando los Gobiernos de países occidentales intentan tomar medidas preventivas, duras, eficaces, contra ese terrorismo, contra sus focos de captación, contra sus homilías inductoras, contra sus símbolos más evidentes, contra su impunidad de movimientos, contra sus puntos de reunión. El terrorismo islamista está dentro de nuestras fronteras y también fuera. Pero como no es invisible se le debe combatir con la mayor contundencia, sin la más mínima fisura, con todas las armas que las sociedades democráticas, que el Estado de Derecho, tienen a su disposición. Es preferible dormir con la verdad que levantarse con el terror escuchándole decir «te he estado esperando todos estos años? y no te habías dado ni cuenta».