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Pisando tierra

He tenido ocasión durante años de ver a mis alumnos disfrutar del contacto con la tierra, manejarla incesantemente, hacer caminos, dejar huellas, amontonar, vaciar, espolvorear, grabar, dibujar, etc., con los instrumentos que más cercanos tienen: las manos, los pies, las ramas o las piedras. Y no es casualidad. Decroly dijo una vez aquello de «mirad lo que hay en los bolsillos de un niño, y sabréis lo que le interesa». Pues sí, en los bolsillos de los niños de mi escuela marchan diariamente kilos de tierra que se guardan como el más grande tesoro: «Es para mi casa, que allí no tengo». Cuando van a bañarlos por las tardes, nos comentan las madres que no quieren que tiren la tierra que les cae de la ropa, o que se acumula en sus zapatos. (Hay incluso quienes la guardan en un bote).

En el tiempo de la adaptación, sólo salir al patio y armarse de cubos y de palas hace cesar los llantos más resistentes. No es casual que el niño encuentre en la tierra cobijo y acomodo, tanto para la elaboración de los conflictos propios de su momento evolutivo como para las necesidades de desfogue, de agresión, de vertido de energías varias. La tierra les ofrece mantenerse erguidos, echarse, hacerse un hueco, taparse, hacer equilibrio, cambiar la fisonomía de la realidad a su gusto: hay veces que veo a un grupo de niños que transportan montones de tierra de un lado a otro con las manos, los jerseys, los vasitos de yogur...; otros se dedican a «limpiar» de tierra suelta una zona, a dibujar sus siluetas echados en el suelo, a plantear a los amigos un circuito dibujado con un palo, a hacerse refugios y un largo etcétera.

La disponibilidad del soporte tierra es inmensa, y siempre deja con ganas de más, con la sensación de que puedes inventar y plasmar allí cualquier cosa, sin miedo a equivocarte, sin problemas de espacio, con un horizonte infinito de posibilidades. El año pasado vi en el arenero una ciudad completa. Había llovido un poco y era muy agradable trabajar en la arena. En su entusiasmo, los niños empezaron a reunir papeles y objetos varios para animar su ciudad y darle color, de modo que el resultado iba siendo realmente precioso.

Alargué la hora del patio y sacamos de clase lo que nos hacía falta, con lo que los clics, los animales de plástico, los cochecitos, los palillos de helado, las envolturas de oro y plata de los caramelos, etc., transformaron la ciudad de arena en una pequeña obra de arte, que lamenté no poder conservar de una manera más eficiente que el recuerdo. Y es que antes que con papel alguno, hay que jugar con la tierra y el agua, y del «balbuceo-garabateo-amontoneo» saldrán los caminos, los laberintos, los placenteros y limpios trazos (aunque tan sucios) de dibujos, de números o de letras.

El proceso es estable, se juega con el cuerpo y se recorre el espacio, se vivencian las trayectorias, se va interiorizando el movimiento, que empieza siendo grande y se va reduciendo; tal movimiento empieza por señalarse en la tierra con un palo, o en el aire con un dedo, para seguir en el papel continuo, en la pizarra, en el suelo... con esponjas, con tiza o con pintura. Después se puede ya sentar uno a la mesa y tratar de «fotografiar» el movimiento al trasladarlo a otros materiales, a la plastilina, al barro, a la madera, a la lana, etc., hasta llegar a ceras blandas/duras, al rotulador y al lápiz. Lo importante y lo educativo es este proceso de juego, disfrute y alegría en torno al movimiento; los productos gráficos que surgen de aquí son una consecuencia lógica, algo así como un regalo. Y ciertamente son cada vez más maduros, más precisos y más bellos, si es que hemos sido capaces de dejar al niño en contacto con su cuerpo, con el espacio y con la tierra, para plasmar el placer que moverse libremente le reporta.

Un día, bailando al son del sirtaki en la arena del patio advertimos que en el suelo había quedado una señal circular hecha por el arrastre de nuestros pies en la parte lenta de la melodía. Nos apartamos para mirarla bien, nos metimos dentro, y a alguien se le ocurrió la idea de hacer dos corros concéntricos, «a ver qué salía» (y salió algo precioso, por cierto). De ahí a hacer varios corros pequeños, y luego dos grandes, no faltó nada. Llenamos el patio de círculos, en los que jugaron a entrar, a salir, a sentarse... y a los que llaman desde ese día «las casas del nanam», que es como nombraron al sirtaki espontáneamente.

Creo que utilizar el soporte tierra a modo de pizarrón gigante es algo útil y necesario para los niños pequeños. Escribir sus nombres con una rama sobre el puro suelo les da placer y anchura, les hace sentir que ocupan mucho espacio, les quita el miedo a los errores (se borran tan fácilmente) y les hace disfrutar, aunque acaben un poco empolvados. La pizarra de tiza también les proporciona alegría, desenvoltura y posibilidades infinitas de probar y probar, de dibujar, de escribir, de rectificar y volver a empezar inacabablemente. La pizarra digital tiene otro tipo de utilidades. Es moderna, limpia, solemne, rápida y poderosa en sus incursiones al mundo exterior. Es como tener una ventana que permite curiosear y aprender? a golpe de ratón y sin mancharse las manos. (Siempre que no se use para entretener a los niños a base de ponerles dibujos animados, claro).

Lo incomprensible para mi es que se hayan quitado de las clases los encerados de tiza y se hayan puesto en su lugar las pizarras digitales. ¿Era preciso sustituir unas pizarras por otras, o podrían convivir ambas? ¿Cómo es que se olvidan tan pronto los buenos servicios prestados por las pizarras de toda la vida que tanto juego dan para que los niños exploren, practiquen, dibujen y escriban sus primeras palabritas?

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