Es evidente el protagonismo asumido por la primogénita de Donald Trump, según se dice, su hija más amada, hasta el punto de que la Casa Blanca lleva camino de cambiar su denominación a «Casa Ivanka».

Desaparecida Melania, la modélica primera dama, el papel preponderante ha sido asumido sin recato por Ivanka Trump, demostrando además un exceso de celo en su desempeño. No se pretende abordar en este momento la función asignada a la primera dama en la política estadounidense tan cambiante por otra parte de unas esposas a otras, y tan discutible.

Esta semana hemos contemplado la prueba fotográfica de su poderío sentada en la silla presidencial, apoyada sobre el escritorio del Despacho Oval y flanqueada por dos varones que permanecen de pie: el Presidente Trump y el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau.

La mesa en cuestión no es una simple mesa; se trata de un escritorio con nombre propio, «Resolute» fabricado con la madera de un navío británico del mismo nombre, varado en el hielo del Ártico, rescatado por EE UU y devuelto a Inglaterra. La reina Victoria dispuso la construcción de dos muebles con los restos del buque, uno se encuentra en el Palacio de Buckingham y el otro sirvió como obsequio al presidente estadounidense Rutherford Hayes en agradecimiento por la devolución del barco.

Al parecer, el escritorio había permanecido en el olvido hasta que Jacqueline Kennedy encargó su restauración y su posterior colocación en el Despacho Oval, «el escenario en el que la presidencia se presenta al mundo», según sus palabras.

El «Resolute» cobró fama cuando, poco antes del asesinato del presidente Kennedy, se publicó la fotografía de este trabajando en su despacho con el pequeño John asomando bajo el escritorio por la portezuela del panel, adornada con el sello presidencial, que el presidente Roosevelt había mandado colocar para ocultar las piernas. Todo un símbolo.

Pero la enternecedora estampa no es comparable a la que nos han proporcionado Donald Trump y su hija Ivanka, no solo porque ya no es una niña juguetona, aunque quien sabe, sino porque implica una intromisión en los asuntos de estado sin título habilitante. Ciertamente, ella se ha arrogado esa función, o su padre así lo ha querido, como prueba inequívoca de la tendencia del presidente a rodearse de familiares y adeptos para sus quehaceres gubernamentales. Ha tenido el honor de ser la primera mujer fotografiada en el «Resolute» presidencial, haciendo gala de ello no por méritos propios sino por ser la hija de su padre.

Además, Ivanka Trump es empresaria, seguramente de éxito, y ya hemos asistido a ciertos actos de propaganda favorables a sus empresas desde el propio gabinete de Trump. En ocasiones, el mismo presidente ha criticado a quienes dejaban de comprar la línea de ropa comercializada por Ivanka.

La confusión entre lo público y lo privado entraña mucho riesgo y, aunque el menor sea la banalización de los símbolos, no por ello ha de ser pasado por alto. Solamente es un ejemplo más de la concepción patrimonial del poder que tiene Donald Trump.

EE UU, el país más poderoso de la tierra, modelo de democracia y de libertades, está ahora gobernado por un hombre que ha implantado una suerte de monarquía con tintes autoritarios teñida de plutocracia.

Apenas ha transcurrido un mes desde su toma de posesión y el mundo asiste abrumado al torrente de controvertidos decretos en que se ha materializado su política y a la exhibición orgullosa ante las cámaras de la rúbrica presidencial al pie de los documentos.

El sello oficial del país consta en su anverso de un escudo omnipresente en el protocolo presidencial; es su símbolo estampado en banderas, atriles, papeles, alfombras y aviones. El sello del presidente reproduce el escudo con el águila calva que porta en el pico un pergamino con la leyenda latina quizá tomada de Plutarco: «E pluribus unum» («De muchos, uno»).

En el reverso del Gran Sello aparece una pirámide truncada con otros dos lemas en latín, uno de ellos muy apropiado a los nuevos tiempos: «Novus ordo seclorum» («Un nuevo orden de los siglos»). Lemas latinos en los símbolos presidenciales estadounidenses: ¡Qué irónica paradoja!

Tal vez estemos ante el comienzo de una nueva era como reza su lema oficial, pero es indudable que Trump está imprimiendo su particular sello en la política estadounidense.