ebió de ser poco antes de 1920 cuando Vicente Blasco Ibáñez -cuyo 150 aniversario de su nacimiento se cumplió hace unos días- regaló sus obras completas bellamente encuadernadas a mi bisabuelo Juan Ull Ferrando, ingeniero de profesión. Se habían conocido por cuestiones políticas y su relación se estrechó cuando Blasco Ibáñez regresó de su viaje en barco alrededor del mundo, experiencia que reflejó en los tres volúmenes que componen La vuelta al mundo de un novelista que leí hace más de 20 años y cuya erudición en la descripción de los lugares que visitó me dejó gratamente impresionado.

Así que desde siempre he tenido a mi disposición todos los libros escritos por Vicente Blasco Ibáñez, -primero en la casa de mi abuelo, después en la de mi padre- todos con un gran valor sentimental si se tiene en cuenta que quizá fueron entregados por el escritor personalmente a mi bisabuelo como muestra de agradecimiento. La lista de preguntas que se abre parece no tener fin. ¿En qué momento se conocieron? ¿Perteneció mi bisabuelo al partido republicano creado por Blasco Ibáñez? La última vez que visité su casa museo en la playa de la Malvarrosa de Valencia me pregunté mientras paseaba por el jardín que quizá cien años antes mi bisabuelo también paseó por estos jardines.

Tuvo Blasco Ibáñez una de esas vidas que de tanto contenido y tan variado cuesta creer que tuviera tiempo para hacer todo lo que hizo: escritor, político, editor, conferenciante por medio mundo, fundador y director del diario El Pueblo. A ello hay que añadir sus problemas con la Justicia que le llevó en una ocasión a esconderse en un convento del que salió disfrazado de fraile. Pero sobre todo fue anticlerical, antimonárquico y firme defensor de los más humildes, cuya situación de pobreza no dudó en denunciar en buena parte de sus obras gracias a su estilo naturalista.

Firme defensor del sistema republicano, su figura como escritor y representante de España en el extranjero fue denostada por la dictadura franquista que nunca olvidó su deseo de ver a su país liberado de las injerencias de la Iglesia Católica española en la vida civil. Sus obras fueron prohibidas y los lugares más importantes de su vida derruidos y olvidados. Su casa natal, situada en el número 2 de la calle Jabonería de Valencia, fue derruida para hacer una calle más ancha a pesar de que la fachada tenía un hermoso recordatorio -costeado por suscripción popular- con la efigie de Blasco Ibáñez y el año de su nacimiento colocada en 1921. El edificio que fue la sede del diario El Pueblo es hoy en día un centro comercial de la calle Juan de Austria. Desde su balcón principal y ante un grupo enfervorecido, solía el escritor lanzar aquellos discursos suyos tan incendiarios criticando a la Iglesia Católica española, la monarquía y el caciquismo.

Mención aparte merece su chalet de la playa de la Malvarrosa. Poco después de la guerra civil fue requisado por el Frente de Juventudes, la sección juvenil de la Falange, grupo paramilitar de índole nazi-fascista que durante la dictadura franquista (1939-1977) hizo y deshizo lo que le vino en gana. La casa de la playa de Blasco Ibáñez contaba con tres plantas, un hermoso salón pompeyano, una surtida biblioteca personal del escritor y, sobre todo, una hermosa terraza abierta al mar con dos enormes cariátides en las esquinas y una mesa de mármol de Carrara que la familia solía utilizar para comer mirando al mar. El pintor valenciano Joaquín Sorolla solía acudir a esta residencia para visitar al escritor y para pintar en la arena de su cercana playa algunos de sus más conocidos cuadros.

La casa fue arrasada por los jóvenes falangistas, los Flechas Navales, y su deterioro llegó a ser tan grave que cuando recuperada la democracia en España el Ayuntamiento de Valencia quiso restaurarla se encontraba en tal mal estado que la única solución fue tirarla abajo y construir una réplica que hoy día se puede visitar.

El gran Manuel Vicent recuerda en su novela autobiográfica Tranvía a la Malvarrosa (1994) que en aquel chalet estuvo con su primer amor, la bella Julieta, una joven francesa que se paseó por Valencia en los primeros vaqueros que se vieron a principio de los años 50 del pasado siglo.

El franquismo quiso sepultar en el olvido a Blasco Ibáñez destruyendo los lugares más representativos de su vida política, literaria y personal que dejó tras su muerte en 1928, pero también generalizando la idea de que su escritura era naranjera y arrocera, es decir, de poca calidad y centrada en el costumbrismo. En realidad en sus obras reflejó como nadie la dura realidad de la mayor parte de la sociedad valenciana y española, cuyas tensiones derivadas de la miseria en que vivía buena parte de ella derivaron en una guerra civil que algunos entendieron como lucha por la libertad.