Para mis hijos, que algún día lo leerán

El prestigioso Premio Pulitzer de biografía del año pasado recayó en Años salvajes de William Finnegan -escritor y periodista del The New Yorker- en el que a partir de su gran afición al surf y a todo lo que tenga que ver con el mar rememora su infancia, su juventud y su labor como periodista y reportero de guerra como si en realidad sólo hubiesen sido partes secundarias de lo más importante: hacer surf. Para Finnegan ir de un lugar a otro en busca de la ola perfecta supuso hacer el viaje al interior de sí mismo, haciendo verdad aquella frase de Hermann Keyserling de que el camino más corto para encontrarse a uno mismo da la vuelta al mundo. Al mismo tiempo es una reflexión sobre la vida, sobre el paso del tiempo, sobre las huellas que dejan en cada uno de nosotros las personas que hemos encontrado en nuestro camino y los paisajes que nos sobrecogieron.

No he podido evitar rememorar mientras leía este libro -a pesar las diferencias que existen entre el surf y el windsurf- mi pasado de joven windsurfista de principio de los años 90, cuando compaginaba mis estudios de Derecho con largas jornadas transcurridas en la playa. En aquellos años -en los que leía a Cortázar y a Onetti y escuchaba a The Cult y a Nirvana- meterme en el agua con mi tabla de windsurf significaba estar en uno de los pocos lugares -quizá el único- donde encontraba el sosiego, aunque también en ocasiones era un lugar que podía ser peligroso. Explica Finnegan que cuando se metía en el mar a surfear y se encontraba en un problema nunca había nadie a su lado. La sensación de soledad que yo experimentaba doscientos o trescientos metros mar adentro no tenía nada que ver con «el mundo exterior». Fuera del mar estaban las aburridas clases de la facultad, las insulsas conversaciones de la poca gente que conocía y una novia casi siempre enfadada. A pesar de la soledad en la que me encontraba en medio del mar navegando tuve siempre la sensación de estar más acompañado que en ningún otro lugar. Todos los elementos que formaban un día de navegación -como tan bien explica el autor- estaban inquietantemente relacionados entre sí. El viento, las olas, las gaviotas que se acercaban al mástil de mi vela: todo parecía unido.

Cuando acababa de comenzar la universidad William Finnegan abandonó sus estudios para emprender un viaje -un surfari- por los mejores lugares del mundo para hacer surf. Tras una infancia en Hawái-paraíso de surfistas- Finnegan recorrió los mares del sur trabajando de dependiente de una librería, de friegaplatos o de profesor de literatura en la racista Sudáfrica del apartheid mientras escribía un diario de su viaje -base para Años salvajes- o artículos para revistas de surf australianas. Gracias a ello descubrió playas solitarias con olas hasta entonces desconocidas que, con el tiempo, pasaron a formar parte del grupo de olas de surf más importantes del mundo. Cuando regresó a EE UU terminó sus estudios y comenzó a trabajar para una revista neoyorkina. Qué diferencia con el sistema español. Si en España un universitario dejase la universidad para viajar por medio mundo sus posibilidades de encontrar trabajo acorde a sus estudios a su regreso serían nulas. Sería visto por los departamentos de recursos humanos como alguien con tendencia a la molicie y reivindicativo. Las empresas españolas buscan trabajadores poco leídos y con poca cultura para que sus vidas se reduzcan a trabajar y a ver series de televisión.

Como dije antes cualquier aficionado al mar sabe que en ocasiones puede ser peligroso. No hay que tenerle miedo pero sí respetarlo. Recuerdo que uno de esos días en que me alejé de la costa más allá de lo recomendable se me rompió el alerón de la tabla con lo que volver a la playa navegando se convirtió en algo imposible. Cuando me disponía a regresar nadando y empujando la tabla y la vela -me hubiera llevado tres horas- apareció una lancha de la Cruz Roja en el límite de su zona de salvamento. O aquella otra vez en que al sufrir lo que se conoce como catapulta -que ocurre cuando al navegar unido a la botavara con un arnés y un cabo sales disparado por una mala posición del cuerpo- me golpeé con el mástil en la cabeza quedando aturdido bajo el agua varios segundos.

Algunos de nosotros hemos acariciado en algún momento de nuestra juventud la posibilidad de dejarlo todo para emprender un largo viaje sin billete de vuelta. William Finnegan lo hizo para recorrer medio mundo en busca de las mejores olas pero lo que encontró fue ese punto de unión con la mejor parte de nosotros mismos porque, como dijo Bruce Chatwin, todos necesitamos del acicate de una búsqueda para vivir y para el viajero ese acicate reside en cualquier sueño.