El año 2017 ha traído consigo bellos sueños rotos y ominosos presagios. A punto de concluir el segundo mandato de Barack Obama, se va de la Casa Blanca un hombre indudablemente decente, pero que no consiguió ser líder en su país ni quiso serlo en la comunidad internacional. Puede que la Historia le trate, empero, con más justicia que sus contemporáneos, sobre todo si la aprensión que genera su sucesor queda plenamente justificada. Ahora bien, por lo que respecta a la relación euroatlántica, durante la presidencia de Obama hemos echado de menos un liderazgo firme, un guía fuerte y clarividente, alguien, en suma, que compensara la tremenda endeblez de ese magma sin personalidad, carácter y futuro que llamamos con harto optimismo Unión Europea.

Y es que desde 1941 nos hemos acostumbrado a que los americanos nos saquen las castañas del fuego: derrota militar del fascismo, superación del bloqueo de Berlín y victoria en la Guerra Fría contra los soviéticos, Plan Marshall y recuperación económica, desintegración de Yugoslavia, etc. Ahora tenemos un depredador imperialista en Moscú, decidido a recobrar la hegemonía rusa tanto en Asia Central como en la Europa del Este, y además con ambiciones de protagonismo geoestratégico en el Cercano Oriente y en el norte de África, sin olvidar su excelente sintonía con Grecia. Putin maniobra y enreda no sólo para influir en las elecciones presidenciales estadounidenses a favor de Trump, sino para dividir y debilitar a la Unión Europea. Además, Vladímir Vladimírovich se ha merendado a Crimea y tiene bajo control a media Ucrania. Añádase que también hay importantes minorías rusas en los Estados bálticos (Washington va a enviar más refuerzos militares a la zona), a los que podría exportarse el probado modelo secesionista ucraniano u otro similar. Con razón Moldavia ha reorientado su aspiración de integración europea para iniciar una nueva aproximación al Kremlin.

En el interior de la UE ya hay dos países que se están alejando del Estado de Derecho (Hungría y Polonia), sin que las instituciones europeas les hayan sacado aún tarjeta amarilla, con la consiguiente amenaza de expulsión. ¿No era la UE un club democrático, o se reducirá finalmente a un mercado único para beneficio sobre todo de la industria alemana? De otra parte, si 2016 nos dejó el mazazo del Brexit, la pavorosa crisis de los refugiados y una fuerte involución política en Turquía (el eterno candidato desairado por Bruselas), 2017 nos puede obsequiar con el hundimiento de la Banca italiana, el acceso de Marine Le Pen a la presidencia de la República Francesa y un avance sustancial de Alternativa por Alemania en las elecciones al Bundestag.

Por lo tanto, la cuestión es en este momento si el sueño de unos Estados Unidos de Europa está definitivamente roto o sencillamente siempre resultó una quimera. Y si fuese así, ¿a qué quedará reducido el proyecto de "una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa", objetivo perseguido desde el Tratado de Maastricht? Peor aún: ¿quién o quiénes heredarán la Unión Europea?

Un politólogo británico, David Runciman, escribe en un lúcido ensayo ("Política", Ed. Turner, 2014) que la Comunidad Económica Europea, antecesora de la UE, únicamente fue posible gracias a la catástrofe de la II Guerra Mundial (una verdadera guerra civil europea, como tantas veces se ha dicho, iniciada ya en 1914) y a otra catástrofe que parecía inminente, la de la Guerra Fría. Sólo estos hechos propiciaron el acuerdo entre Francia y Alemania. "Sin guerras de por medio, la posibilidad de cambios drásticos que desemboquen en una federación europea --un acuerdo entre Alemania y Grecia„parece muy remota". Y concluye: "Con tiempo, y también con suerte, puede que logremos salir adelante sin que nos pase nada terrible. Se imponen dos preguntas: ¿tendremos suerte? Y ¿nos queda tiempo?".

Y de la opinión de un politólogo a la de un eximio jurista, Jean Claude Piris, que dirigió durante más de dos décadas el servicio jurídico del Consejo de la UE. Según declaraba el pasado 31 de diciembre a un periódico español: "Hoy en día, tanto los líderes europeos como su población están en contra de los Estados Unidos de Europa. Eso se ha acabado. Nadie quiere tener una política educativa, sanitaria o de seguridad social centralizada. Cada país tiene su propia identidad y quiere mantenerla", sin perjuicio de una mayor coordinación de las políticas presupuestarias y económicas. La propia idea de una Europa a varias velocidades es ya una ilusión. ¿Puede desaparecer la UE? Ha de tener mucho cuidado. Es una aventura magnífica, "pero tenemos que luchar por ella cada día".

Y en esto llegó Donald Trump y comenzó la carrera de la adulación por parte de los dirigentes políticos europeos. De poco les servirá si el núcleo de la política económica del nuevo Presidente es el proteccionismo arancelario. Además, como observó el gran historiador Tony Judt, la UE nunca irá más allá de sus orígenes funcionales si se empeña en no ser otra cosa que "la suma y máximo común denominador de los intereses egoístas y separados de sus miembros". Pues en eso nos hemos quedado, me temo.