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Lorena Gil López

Discursos... y discursos

Discursos, llega la Navidad y todo el mundo tiene algo que decir: el Rey, los presidentes de las comunidades autónomas, los jefes a sus empleados, los amigos en las comidas o cenas de empresa, etcétera. Pueden ser discursos vacíos de contenido o de gran calado, pueden durar una eternidad o ser breves (en la mayoría de los casos lo primero), pueden ser impactantes o aburridos, pero no nos libramos de un discurso de este tipo durante estas fiestas.

El del Rey es un claro ejemplo: la televisión está encendida y sale en pantalla Felipe VI, el sonido está mediobajo y en la cena de Nochebuena nadie, no me lo nieguen, le hace caso. Al día siguiente, ya sí, todo el mundo se pone a comentar si ha dicho esto o aquello, si se ha dejado algún tema «caliente» en el tintero, se analiza hasta el último detalle de la sala donde hablaba y de las fotografías que decoran la estancia.

De los discursos de los presidentes de las comunidades, qué quieren que les diga, no recuerdo ninguno ni en qué día se emite ni de Francisco Camps (qué lejos queda), Alberto Fabra ni de Ximo Puig.

¿Y los de los jefes a sus trabajadores? Buff, te felicitan el año, mucho esfuerzo realizado, buen trabajo, pero, eh, alerta, hay que arrimar el hombro, nada de relajarse.

Y las comidas de empresa son ya el cachondeo universal. Con varias copas de alcohol entre pecho y espalda, el que más tiene que callar es el que salta al ruedo a soltar una ristra de barbaridades mientras la mayoría le hace gestos para que se calle de una vez; en cambio, el que debería decir algo es el que se esconde, pese a los cánticos reiterados de muchos de los presentes y la decepción de buena parte de ellos.

Personalmente, qué quieren que les diga, el discurso que más me ha emocionado estos días ha sido el que pronunció mi hijo, de casi tres años. Hay veces que ni le entiendo cuando habla, pero esta vez le escuché perfectamente y, llámenme blanda, casi suelto la lágrima. «Te quiero, mamá», me soltó con carita risueña mientras me abrazaba cuando le estaba poniendo el pijama. Corto, conciso, pero precioso. Hay ocasiones en que para decir las cosas claras no hacen falta más que tres palabras.

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