Un día como hoy, quizás ese en el que comes con la familia, vas al cine con los más peques, una de esas tardes que uno pasa, sí o sí, con la familia una vez al año mínimo, o sea, la Navidad. Un día como este cuenta la leyenda que había nacido el hijo de Dios, ese pequeño Jesús, o proyecto de Jesús de Nazaret, que en un portal pobre y de carpinteros sonreía feliz de venir al mundo, ese mundo que después lo sometió, como a todo buen profeta y mesías, a una suerte de aquelarre, martirio y linchamiento de los más tristes, crueles y terribles que se recuerdan en los libros de historia. Hoy quiero escribir para los que necesitan leer esto, entre ellos yo también. Quiero creer que la «fuerza» puede que nos acompañe con los ideales que, nunca, jamás, como en el sueño de Peter Pan, se debieron perder. Quiero creer que el mundo tiene alma y fe. Y, aunque estoy triste, muy triste, quiero creer también que la esperanza y la alegría triunfarán en este reino humano que, a veces, parece salido del mejor espejo del hada mala, la Reina Grimhilde de Blancanieves? Veo a mi hijo, Alejandro, ese pedazo de proyecto ya en ciernes de hombre, y me pregunto: ¿qué leche le voy a dejar? Ese legado que hemos elegido dejar a los nuestros... Y no me sirve hoy, precisamente, que nos escondamos en el «yo no puedo», «no está en mi mano», «no es mi problema». Este domingo de tarde de olor a leña, fuego de amigos, cine compartido (recomiendo La Llegada y Assassin's Creed), este domingo me asaltan las imágenes de Alepo, París, Berlín, Marsella, El Cairo o Sudán, y por supuesto de cada banco, portal o parque donde duerme cualquiera de nuestros pobres ciudadanos, porque no somos capaces de orquestar un sistema donde ser decente esté por encima de ser poderoso, rico, depredador y cruel? este domingo, el verdadero sentido del Cuento de Navidad de Charles Dickens, se sitúa, como diría mi genial abogado y amigo Carlos Peñarrubia (este sí que es de esos generosos corazones que hay por ahí) en la generosidad del alma, en la esencia humanista, en eso que trasciende a comprarte un perfume o una joya. La verdadera joya es el precioso e increíble olor del amor, y no hay nada mejor que vestirte y calzarte de magia, de eso que desprende la mirada de los demás sobre ti, eso que te viste como la varita mágica de una meiga buena y de un hada madrina transformando tus calabazas en carrozas, y tus peores momentos en inolvidables. Y siempre, esto también, que empecemos a pensar que hay cosas que nadie puede no tener en una sociedad moderna por principio, léase agua, luz, calor, techo, salud y hasta trabajo. En todo esto cada vez me hago más justa, y cada vez defiendo más que la justicia debe estar por encima de la leyes del mercado y que ese mercado debe estar al servicio de la humanidad. Días de glamour también son geniales, pero entre el gentío y los churros, las luces de colores, los regalos preciosos y bien merecidos y, por supuesto, disfrutar de ser inmensamente correspondido por una vida en la que el esfuerzo ha sido todo y más, entre todo eso, el verdadero Grinch, el auténtico Ebenezer Scrooge se esconde bajo la sonrisa de los que nos impiden soñar, vivir, amar y, sobre todo, continuar vivos y con dignidad. O entre los que imponen por la fuerza desde una cultura medieval mitos y falsos futuros, y hasta reinos de cualquier Dios. Que la fuerza nos acompañe siempre, para que esta Navidad recomencemos de nuevo. Y borremos todo rastro de injusticia de la faz de esta Tierra que en Jerusalén ejemplifica la unión de las culturas bajo esa estrella de Nazaret. Feliz Navidad.