En el debate sobre el impacto de la tecnología en la actividad empresarial, en el fragor de la batalla tengo la sensación de que en ocasiones se contraponen dos conceptos que parecen irreconciliables y se definen de manera incorrecta: la economía analógica frente a la economía digital -en terminología similar a la empleada en los sistemas electrónicos-, asociando la primera a la vieja economía y la segunda a la nueva economía, como si fueran dos polos opuestos, el primero luchando por protegerse y sobrevivir en circunstancias adversas, y el segundo ganando terreno a toda velocidad y acabando con aquella forma de entender la actividad empresarial.

Y yo creo que no hay nada más alejado de la realidad. No existe vieja y nueva economía, no existen empresas viejas y nuevas. Existe una economía y existen empresas buenas, regulares y malas, independientemente de su origen. Las viejas, en todo caso, ya han demostrado su utilidad; las nuevas están aún en la fase de afrontar el reto de la sostenibilidad.

Si por nueva economía se entiende aquella que es capaz de integrar en su funcionamiento las importantes ventajas que, sin duda, aporta la tecnología, estoy completamente de acuerdo, pero eso es lo que hacen las empresas tradicionales de éxito, que son capaces de adaptarse, incluso de anticiparse, porque en gran medida son las impulsoras, con las Universidades, de la investigación que permite integrar esos avances tecnológicos en sus procesos operativos.

Pero mi sensación es que solo empresas como Facebook, Google, etcétera, se asocian con la nueva economía, aún de manera inconsciente, por muchos de los nuevos descubridores de las empresas.

Es verdad que estas empresas y otras surgidas en torno a los importantes avances tecnológicos de los últimos años, han tenido capitalizaciones impensables en términos de análisis con criterios anteriores a esta época de internet. Y en algunos casos caídas tan espectaculares como sus anteriores subidas.

Y no diré que esto es una burbuja porque no lo es. Los enormes avances aportados por la tecnología a la eficiencia, la comercialización, el conocimiento, las pautas de comportamiento de los clientes, etcétera, de las empresas son propios de lo que se ha llamado «revolución digital». Hasta ahí.

La tecnología es un elemento imprescindible en la gestión empresarial, y hoy, es cierto, la tecnología digital, porque impacta tanto en los costes como en los ingresos de las empresas, impulsando la innovación imprescindible para competir. Pero en mucho más del 95% de los casos, las empresas siguen fabricando, vendiendo, distribuyendo los productos físicos que son la base de su existencia y de nuestro bienestar.

En mi opinión siguen siendo imprescindibles valores como honestidad, transparencia, mejora continua, cliente, colaboración, equipo ? Y tecnología, claro, como instrumento facilitador de todo el proceso, incluso como catalizador para mejorarlo constantemente. Pero la empresa realmente sigue siendo aquello.

Hace mucho tiempo, en los inicios de esta nueva etapa, escuché al entonces consejero delegado de un gran banco definir a su entidad como una empresa tecnológica que hacía banca. Nunca más lo volví a escuchar. Hoy, aquel banco y todos los que lideran el mercado, solo hablan de clientes, de equipos, de innovación ? y aprovechan la tecnología, por supuesto, para mejorar la calidad y eficiencia de su servicio, pero se definen como bancos que quieren ser excelentes.

No, definitivamente no creo en empresas de la vieja y la nueva economía. Creo en buenas y malas empresas.