La vieja Europa toma su nombre de la bella princesa fenicia amada por Zeus. El dios conquistó su confianza metamorfoseado en un resplandeciente toro blanco. En cambio, Europa fue raptada y conducida por Zeus hasta Creta a través del mar; la voluntad divina quiso mudar su destino.

Actualmente, Europa se encuentra en una encrucijada, se enfrenta a una situación inédita que obliga a reflexionar sobre cual habrá de ser su papel en el nuevo orden internacional. Voces autorizadas claman por la preponderancia de Europa ante la incertidumbre que se cierne sobre el continente merced a la nueva política estadounidense.

Donald Trump ya ha revelado su intención de modificar sus relaciones con Europa, tanto en materia de defensa como en el ámbito comercial, con el posible abandono del tratado de libre comercio euroamericano.

El «brexit», ha obtenido el respaldo fáctico del presidente electo con la recepción de Nigel Farage, el primer foráneo recibido en la Torre Trump: un raro honor inmortalizado en una fotografía sobre fondo áureo. A buen seguro, Trump utilizará «su dorado» particular como reclamo para los populistas euroescépticos. Bien es sabido que para forjar alianzas inquebrantables basta con identificar un enemigo común de cierta enjundia.

Acaso sea última oportunidad para el continente. Tal vez haya llegado el momento de plantear si ese proyecto supranacional es aún una utopía posible; si verdaderamente avanzamos hacia una integración económica, política, social y jurídica, o si, nos hemos quedado en la mitad del recorrido.

El proceso de construcción europea no ha culminado, quien sabe si por la crisis. No se ha podido izar la bandera como acostumbra a hacerse cuando se alcanza la cima de un edificio en construcción. La bandera de las doce estrellas todavía no ondea en plenitud.

Europa es la suma de naciones diversas. El avance definitivo hacia la configuración de los estados unidos de Europa parece haber quedado en suspenso. Necesitamos una identidad europea incontestable, superadora de particularismos, pero al mismo tiempo integradora de las identidades nacionales. Sólo hay un modo de obtener esa identidad europea, y es mediante la toma de conciencia de que debemos preservar nuestros valores comunes, la defensa a ultranza de lo que nos es esencial: la democracia, la libertad, la justicia, la igualdad entre mujeres y hombres, la pluralidad lingüística y cultural, y la solidaridad. Hemos de contribuir diariamente y con decisión al fortalecimiento de este acervo común. Solo de esta manera la construcción europea se asentará sobre sólidos cimientos, solo entonces la ciudadanía de los países miembros exhibirá orgullosamente su ciudadanía europea.

Tanto se había hablado de la decadencia de Europa que hemos terminado por creerlo, los propios europeos vivimos instalados en el puro descontento, en un continuo cuestionamiento de lo nuestro. No debemos, no podemos, permanecer impasibles ante la radical transformación de nuestro modo de vivir y de pensar. Hemos de tomar conciencia de lo que implica ser europeos, de los derechos entraña, pero también de los deberes que implica. Al final, todo se resume en una simple cuestión: la defensa común de las grandes ideas de la humanidad. Tales ideas han cristalizado en un modelo de sociedad característico y propio, resultado de una herencia secular, entroncada con la cultura y con la civilización, entendidas en su más amplio sentido.

¿Todavía queremos ser Europa? Si la respuesta es positiva, urge entonces la creación de un espacio común que ofrezca a sus ciudadanos algo más de lo que sus propias naciones les ofrecen: prosperidad, protección y seguridad. Si la respuesta es positiva, urge también diseñar una política común en cuestiones clave (defensa, energía, política migratoria, terrorismo, etc.) que contribuya al fortalecimiento del proyecto europeo, con una única voz que merezca ser escuchada.

Si todavía ambicionamos ser Europa, debemos apresurarnos porque el tiempo apremia.

«Se está haciendo cada vez más tarde», titulaba Tabucchi su ejemplar novela epistolar. También se le hizo demasiado tarde a la bella Europa cuando se encaramó insensatamente a lomos del divino toro. Tauro, la constelación en la que se convirtió después, prestó doce estrellas para que resplandecieran sobre el azul cielo de la bandera del continente homónimo, y las Pléyades, personificadas en Juan Luis Vives o Erasmo de Rotterdam, le fueron concedidas a Europa para configurar su noción.

Después de los denodados esfuerzos que hicieron germinar la idea de Europa, no deberíamos permitir que el mito se convirtiera en una alegoría premonitora y trágica del rapto de nuestro presente y de nuestro futuro.