Existe una edad, -temprana-, en la que muchos jóvenes sienten verdadero pánico cuando todo queda a oscuras, y cualquier ruido les hace suponer que un horrible monstruo aparecerá de un momento a otro. Han visto algo parecido en alguna película, pero antes de que existiera el cine, había libros, y antes incluso, el imperecedero miedo a la muerte.

Es frecuente que los niños tengan miedo, y en cada etapa evolutiva ese sentimiento está provocado por estímulos diferentes: hasta los dos años lo suelen generar los ruidos fuertes, los extraños, los animales, la separación de los padres, o la oscuridad. De los 3 a los 5 años, el niño se vuelve más sociable, pero ahora le asusta sobre todo el daño físico y las personas disfrazadas. De los 6 a los 8 años, aparecen los miedos a seres imaginarios como brujas, fantasmas o extraterrestres. A partir de los 9 años, comienzan a sentir gran preocupación por las pruebas escolares, su propio aspecto físico, y las relaciones sociales.

El miedo es una emoción instintiva y desagradable que se activa a partir de la percepción de un peligro real o imaginario, y cuyo objetivo es generar una señal de alarma. Su origen se ubica en la amígdala, una estructura cerebral responsable de detectar los peligros, avisando a nuestro cuerpo para que se ponga en marcha y se defienda.

Según el catedrático de Psicología de la Universidad de Murcia Francisco Xavier Méndez, esto es saludable, porque evita riesgos innecesarios, nos ayuda a preocuparnos por los exámenes, a ser cuidadosos, a una edad en la que nuestro razonamiento y nuestra adaptación social aún no ha terminado de desarrollarse.

Pero, en ocasiones, esos miedos no son tan adaptativos. Los adultos debemos estar atentos por si el joven comienza a mostrar una ansiedad elevada ante estos temores, náuseas, diarrea, mareos, rabietas, o bien presenta problemas para concentrarse o hacer los deberes. Del mismo modo sería motivo de alarma que dejara de relacionarse con sus amigos o familiares. En estos casos, podría haberse desarrollado una fobia. Existen fobias sociales, o específicas. Asimismo, podría ocurrir un trastorno de ansiedad generalizada, o un trastorno de ansiedad de separación, por lo que deberíamos recurrir a ayuda especializada.

No debemos ridiculizar, reñir, ni castigar al niño porque no se atreva a hacer algo que le asusta. Más bien hay que alabarle y felicitarle por cada pequeño acto de valentía que realice, y animarle a que poco a poco y sin forzarse, enfrente su temor.

Quizá una de las claves para su tratamiento sea hallar la causa que lo provoca. Muchas veces la violencia intrafamiliar, las discusiones frecuentes, o las amenazas de separación de los padres pueden ser el detonante. Progenitores excesivamente temerosos, pueden acabar alimentando los miedos al emplear frases como «No te acerques a ese perro o te morderá», «Si te alejas vendrá un monstruo y te llevará», «Llamaré a la policía para que te castigue».

Como siempre, la influencia de los padres es definitiva para el desarrollo de su hijo. Los miedos de ellos se encarnarán en los monstruos escondidos tras la cortina que espantarán a sus hijos.