Ya se ha dicho todo sobre la victoria de Trump en las pasadas elecciones de EE UU. La conclusión que advierten todos los análisis sobre la llegada del magnate a la Casa Blanca es la imprevisibilidad del personaje a partir de ahora, pues se resisten a creer que vaya a llevar a cabo las barbaridades propuestas durante la campaña, que atentan contra los derechos más esenciales. Cierto es también que el discurso que dio el presidente electo, una vez conocida su victoria, fue conciliador y con una manifiesta alusión a dejar la bronca campaña electoral atrás y abrir un nuevo tiempo, desconcertando aún más a la audiencia. Trump ha encarnado para muchos estadounidenses el sueño americano, dado que se trataba de un empresario, autofinanciado, que se enfrentaba a lo establecido y conseguía el resultado que nadie creía que podía conseguir. Y lo ha hecho conectando con gran parte de la población olvidada por el establishment auspiciado por la globalización.

La globalización ha mostrado dos caras, como si de una moneda se tratase. Por un lado, ha intentado inocular la democracia, y sus valores, en países llamados subdesarrollados o en vías de desarrollo del planeta, si bien, con diferentes resultados; además, ha conseguido reducir los índices de pobreza mundial, aunque todavía quedan muchos deberes por hacer. Sin embargo, por otro lado, ese esfuerzo ha dejado una estela en países llamados desarrollados de profunda desigualdad, al haber deslocalizado gran parte de su industria y haber otorgado un poder descomunal al sistema financiero debido a su desregulación, habiendo causado la grave crisis de 2008 y de cuyas consecuencias todavía no nos hemos repuesto, más bien al contrario, pues muchos análisis sostienen que aquellos problemas sistémicos se encuentran todavía vigentes. En definitiva, la lucha contra los desequilibrios mundiales ha traído consigo la sensación de olvido de los nacionales, que se sienten agraviados por sus gobiernos debido a su ineficiencia en la creación de empleo y en la redistribución justa de la riqueza. Esos olvidados llevan dando señales desde hace tiempo y han ido elevando el tono contra el extranjero y contra los gobiernos burócratas y corruptos.

Al final, la subida de tono se ha tornado en consecuencias que hasta hace poco tiempo resultaban inimaginables. La victoria de Trump puede entenderse como el corolario, pero en la vieja Europa llevamos años creyendo que esa irracionalidad jamás podría imponerse, sin embargo, el «Brexit», una realidad que ha conmocionado a los Estados de la Unión, ha puesto en jaque a las instituciones comunitarias, con tendencia a empeorar al calor de la extrema derecha que acecha con firmeza en ya muchos países de la Unión Europea. La burocracia en la que se encuentra instalada la Unión Europea, ineficiente y alejada de la ciudadanía, está provocando un incremento, nada silencioso, de los llamados populismos, que tanto se critican, pero que los partidos tradicionales no son capaces de combatir. Escuchamos a las direcciones de estas organizaciones políticas que hay que comunicar mejor, que, en definitiva, el problema es de trasladar mejor el mensaje al elector, que ése es el motivo del ascenso de los partidos populistas. Pero no se trata de eso, se trata de abordar las desigualdades sociales sobre la base de una economía productiva y de unas administraciones públicas reformadas sobre la base de la eficiencia.

Mientras las viejas ideologías seguirán mirándose el ombligo, se producirá una polarización política de la sociedad, en la que se dibujarán dos espacios: uno de ellos con un perfil moderado, de centro derecha, con, incluso, según el país, concesiones a la extrema derecha racista, xenófoba y machista; y, otro, de tintes populistas, que abrirá cada día su armario para escoger la chaqueta que mejor siente en cada ocasión.

La paz mundial, el cambio climático, las hambrunas y todos esos objetivos marcados a partir de la Segunda Guerra Mundial quedará reservada para los románticos, pues el campo de batalla se situará desgraciadamente en el ámbito local.