Va a ser cierta la distinción de Donald Trump entre lo que se dice en campaña para ganar las elecciones y lo que se hace desde la Casa Blanca. El futuro presidente de Estados Unidos no deportará a 11 millones de inmigrantes ilegales sino a 3 millones con antecedentes penales y el muro que prometió entre su país y México será valla en algunas partes. En eso, la nueva ultraderecha imita a la vieja política: de lo dicho, la mitad. Esto permite prever que Trump, apoyado a cara descubierta por el Ku Klux Klan, será sólo medio racista y lo confirman sus agradables declaraciones sobre Obama, que sólo es negro por parte de padre.

Esto ha tranquilizado a los mercados y pronto sosegará a los medios de comunicación hasta ahora hostiles a Trump que podrán decirle al candidato que una cosa es seguir la campaña para conseguir la Presidencia de EE UU y otra muy distinta cubrir la información de la Casa Blanca. El poder viste, inviste y embiste. Hace 14 años, George Bush, que logró la Presidencia de una manera dudosa y con una inteligencia más dudosa, promovió la invasión de Irak con mentiras, lo que fue denunciado por medios de comunicación que, en cuanto fueron llamados al patriotismo por la guerra, se empotraron en el ejército a hacer propaganda.

Desde la Casa Blanca, Trump puede declararle la guerra a los medios hostiles -son más débiles que nunca y acaba de culparlos de incitar a las manifestaciones contra él- o encontrar, como sólo los sinvergüenzas saben, motivos patrióticos muy adherentes. Lo mejor que pueden hacer los estadounidenses que no quieren la degradación moral de su país dirigida desde el despacho oval no es el boicot sistemático sino una oposición resistente que no se empotre en el mensaje «patriótico» ni se deje tranquilizar. Al país le va la democracia en ello y a esos medios de comunicación, su supervivencia.