La estabilidad es cosa del pasado. Si bien todos los regímenes, todos los sistemas políticos, han albergado la ilusión de ser eternos, consistentes, no importa que se impusieran en su momento por medios violentos o revolucionarios, hemos de aceptar que esto se acabó para siempre. Habría que volver la mirada hacia los clásicos del pensamiento político cuando afirmaban que el cambio, la constante transformación, es la clave desde la que hay que considerar la realidad (porque la «realidad», contra lo que muchos creen, no es algo estático, sino precisamente, cambiante, momento a momento).

La fuerza que hoy impulsa los cambios en cualquier lugar, aunque resulte tópico decirlo a estas alturas, es la globalización, con sus múltiples caras y efectos. Es extremadamente ingenuo hablar, por ejemplo, de una nueva transición en España (o en cualquier otro país), como si se tratara de un asunto interno, un remedo de la transición del 78 y ya está. Y esto reza en general como supuesto desde el que analizar los acontecimientos que aceleradamente se suceden sin que apenas tengamos tiempo para encuadrarlos en las categorías del pasado, que son las que, psicológicamente, seguimos manejando.

Las elecciones norteamericanas, por ejemplo, demuestran que la imagen de un gran estado, que creíamos estable y garante del orden mundial, no era más que una suposición. Los efectos de la globalización han transformado profundamente los fundamentos de ese ya viejo país, que nunca será en adelante el país promisorio y unido que prometieron sus fundadores. El malestar ya no se cura con las elecciones. Si Estados Unidos es el espacio donde se anticipan los cambios políticos, culturales, científicos y tecnológicos que luego se extienden por el mundo, debemos estar atentos a lo que allí sucede. No son en absoluto intrascendentes las manifestaciones, en diferentes ciudades del país, de jóvenes airados de cualquier color, de mujeres y de las diferentes minorías, frente al triunfo de un populismo que busca en vano (como todos los populismos) la estabilidad en el pasado. Tampoco lo son las pulsiones independentistas que se detectan en algunos Estados de la Unión.

La respuesta populista, en uno y otro lado del Atlántico, a los males causados por la globalización, con su carga de desintegración social, desigualdad, control de masas, desempleo y desesperanza, no es su némesis, su solución, sino más bien su reverso en forma de autoritarismo, de destrucción de la democracia constitucional, como bien sabemos que ha sucedido en épocas no tan lejanas.

Ciertamente, otra globalización es posible, no sin esfuerzo. Así como otra Europa es posible, aunque en estos momentos parezca improbable. Todo depende de la manera en que enfrentemos los retos, sin que por el camino perdamos nuestras libertades. Ante un mundo en que no cabe pensar en términos de estabilidad (el consenso de Washington, los mil años del Reich, la vuelta a un pasado más o menos inventado) la única referencia que nos podemos permitir es la de perseverar en los valores y principios que inspiran las democracias constitucionales, el pluralismo y el internacionalismo. Referencias que no se defienden por si solas sino que precisan del compromiso activo de quienes no quieren sucumbir a la servidumbre voluntaria.