Agotado ya de tanta política, voy a dejarla, aunque sea solo provisionalmente, harto y hastiado de tanta mediocridad, y voy escribirles de otro tema muy recurrente. Hay que admitir que la política ha sido, y lamentablemente seguirá siendo, una fuente inagotable de inspiración. Pero la Iglesia, tan suya y peculiar siempre, también ha dado muchos temas para escribir. Unos muy buenos y otros no tanto.

Últimamente y dada la masiva acumulación de difuntos en los camposantos, por una cuestión de higiene, de espacio o de preferencias, se están prodigando mucho las incineraciones. Las cenizas del difunto, mezcladas con el pino del ataúd, se entregan a la familia en una urna que la familia, obedeciendo el mandato del difunto, guarda en casa, esparce en el mar, o en el nicho correspondiente al finado.

La Iglesia, que está en todo, se ha pronunciado finalmente contra esa moda de tener a la abuela en una urna sobre la estantería, que es verdad que resulta impagable como sujetalibros pero que al final, por un golpe de plumero mal dado, suele acabar en la aspiradora. La experiencia ha demostrado además que esparcir las cenizas es una aventura que no suele acabar bien, porque el viento es impredecible y sólo una pequeña parte del difunto acaba mecido por las olas mientras que el resto suele adherirse al jersey de punto en el mejor de los casos. En el peor, puede llegar incluso a ser masticado por la familia entre interjecciones duras, irreproducibles para los niños.

La Iglesia, que está en todo y, sobre todo en la resurrección de los muertos, no considera viable que tras esparcirse estas cenizas en el mar, caigan en su casa y sean absorbidas por un aspirador, no ve posible que, ese día, el de la resurrección, se pueda recomponer todos los incinerados que no guarden un orden.

El Vaticano es contundente. Prefiere que el muerto vaya al hoyo pero admite que el interfecto pruebe el horno pirolítico, a condición de que sus restos se mantenga en un lugar sagrado, tal que el cementerio, para que se le pueda seguir rezando y para evitar que algunos yernos muy cabrones rellenen el jarrón de la suegra con las colillas del cohiba. Como en esto del arte funerario se ha avanzado una barbaridad, ahora mismo uno puede llevar unos gramos de la abuela en un camafeo y hasta existen relicarios monísimos que podrían pasar por frascos de perfume, con lo que el riesgo de que unas gotas del señor López acaben en algún cuello es más que evidente. Eso es lo que la Iglesia quiere evitar a toda costa.

El principal de los argumentos para desterrar esta práctica de abonar con difuntos jardines, montañas y ríos es evitar cualquier malentendido «panteísta, naturalista y nihilista». Aquí está la madre del cordero. Hay algunos vivos que piensan que Dios y el universo son la misma cosa o que, sencillamente, no creen en nada y eso hay que cortarlo de raíz. El alma es inmortal y Dios es omnipotente y resucita a los muertos, aunque los cremados se lo pongan difícil y en plan puzzle.

Los que han empezado a frotarse las manos son los cementerios, a los que se les abre de par en par la puerta de otro negocio. Como no todos somos Napoleón ni tenemos a disposición de nuestras cenizas un sarcófago en Los Inválidos para que la posteridad nos recuerde -de su tamaño ya decía Gila que debió de fumar en vida como un descosido-, habrá que alquilar un columbario que, por algo más de 300 euros, te asegura estar recogidito durante al menos 99 años. Pero al final, como ocurre habitualmente, ni la familia recordará que existes o no querrá soltar un euro más, y los polvos que fuimos y los polvos en los que nos convertimos terminaremos llenando el cenicero común que existe en todos los camposantos, al que nadie reza y donde de verdad Dios tendrá que demostrar su omnipotencia para no cometer fallos en la resurrección.

Esto de la Iglesia es muy absorbente. Ya no se conforma con pretender dirigir tu vida desde que naces, decirte lo que es bueno o es malo, regular férreamente tus ayuntamientos carnales, interferir en la educación de tus hijos y abrumarte con la culpa del pecado -tanto el original como sus copias posteriores- sino que además quiere ahora controlarnos cuando nuestro estado se haya reducido al de una simple pavesa. De no ser porque el Papa Francisco nos cae divinamente, tendríamos que ir pensando en hacernos budistas.

Así que, cuando le toque, porque a todos nos toca, deje bien escrito que no quiere, si es que lo incineran, que sus cenizas se esparzan por el Mediterráneo, por el campo por donde usted tanto paseó y gozó, ni en casa de sus hijos. Que lo lleven al camposanto y sus hijos, si les parece, que tengan un lugar bendecido por la Iglesia donde le puedan recordar, rezar y añorar.

Hay que reconocer que la Iglesia, una vez más, está en todo.