Confieso que has vivido. 50 tacos. Ya te queda más detrás que delante. Los posibles caminos, los posibles éxitos, se estrechan. Los fracasos se asumen. Todo pasa deprisa. Los hijos, ya no son pequeños. Están ya bien metidos en la adolescencia, alejándose de ti. Practican el vuelo sin motor, sin preguntarte, mientras tú les intentas transmitir cómo funciona el panel de mandos de la vida, notas que ese panel es tú panel, que se les ha quedado antiguo.

Los compañeros jóvenes de la oficina, te miran con una mezcla de respeto y recelo. Eres un privilegiado, que cobra más que ellos, más lento, tranquilo, con más canas y menos entusiasmo. Al menos, eso es lo que parece. Las fuerzas físicas no son las de antes. Vuelves muy cansado a casa de trabajar. No te recuperas como antes. Comes menos, porque te sienta fatal pasarte con la comida, y no digamos con la bebida. Te duele la espalda, y ya no ves de cerca bien, pero distingues de lejos y muy rápidamente a los gilipollas vendemotos, a los pelotas, a los chismosos, a los trepas. Son muchos años de experiencia. Como ya has encontrado tu sitio en la vida, en el trabajo, en los amigos, en la familia, pues es difícil que te compren y te hagan cambiar de opinión sobre realidades concretas con las que te has manejado tantos años. Escuchas, asientes, pero que les den.

Hablas menos, con menos contundencia. Escuchas más. El tiempo, lo sabes por experiencia, cura muchas estupideces. Hay muchos que hablan, pero hay que fijarse en lo que hacen para juzgar, para sopesar. Los chavales que acaban de entrar, creen que heredarán la tierra. Vienen con más fuerzas que tú, con más idiomas, con más ilusión. Tú has logrado a duras penas que no se apague tu ilusión, pero siendo realista. Te sabes bien donde están los chanchullos (buenos y malos), las grietas, y las mierdas del sistema. Y tratas de transmitirlo a los que saben escuchar. Que no abundan, pero que ya irán cayendo del burro. De entre los que son mayores que tú, hay dos grupos: unos, siguen trabajando con alegría y menos vanidad, yendo al grano de lo que importa; otros, se dejan arrastrar por la amargura, y quedan atrapados por la visión de túnel llamada jubilación. Ya lo decía Kierkegaard: la felicidad, es una puerta que se abre hacia fuera. Si te centras sólo en ti mismo, acabas amargado soñando con una vida ideal que nunca llegará.

Con los 50, todo es más tranquilo. No sufres tanto por lo que está lejos. Si hay una tertulia incendiaria en televisión, la miras con curiosidad. Ya no se te dispara la bilis con la corrupción y con tantas cosas por las que te calentabas antes. Te sonríes con Iglesias, Rajoy, Sánchez. Sabes que hay poca verdad y mucho teatro en todo ese show político que a todo el mundo parece quitarle el sueño. Te aburre muchísimo la televisión. Siempre repiten una y otra vez esas escenas en todas las películas, esos remakes malos de los guiones buenos del pasado. Al final, lo que vale la pena, son pocas cosas. Por eso ya no tienes centrada la vida en lo de fuera, sino que intentas influir allí donde sí que puedes llegar: a los tuyos, a tus amigos, a tus colegas. Sabes que ahí está la alegría, la de verdad. Que todo pasa rápido. Que todo es vanidad, y que lo que importa es querer a los que tenemos cerca, no llenarnos de amargura y orgullo, hacer favores, llorar con los que sufren y alegrarte con los éxitos de los demás.