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Daniel Capó

Todo por hacer

Un país que vive entre la utopía y el pesimismo pese a la prosperidad y estabilidad política de las últimas décadas

En una famosa entrada de "El quadern gris", Josep Pla indaga sobre la personalidad política de su padre. Y en forma de un resignado acto de fe, el escritor ampurdanés recuerda: "Diez o doce años atrás, cuando empecé el bachillerato, oía que decía: en este país todo está por hacer. Ahora oigo que dice muy a menudo: en este país no hay nada a hacer". Cien años después, da la sensación de que el temperamento político español no ha cambiado en exceso, aunque el país sí lo haya hecho. Desde luego, la sociedad es mucho más próspera que hace un siglo, también más urbana y más laica. Europa no constituye ya un anhelo, sino una realidad cotidiana que, en ocasiones, se llega a percibir como una amenaza. La democracia parlamentaria ha dotado de estabilidad a un país que, históricamente, ha basculado de un extremo a otro. Pero, a pesar de todo, a pesar de los cambios, de la prosperidad sobrevenida en estas últimas décadas y la estabilidad política, el tono se mueve hoy entre la esperanza de un cambio radical -"todo está por hacer"- y un escepticismo secular -"no hay nada que hacer"-. Rajoy da inicio a su nuevo gobierno precisamente en esta encrucijada donde se dedica a exagerar la realidad en cualquier circunstancia. Diríamos que, si no hay nada que hacer, entonces es que todo se encuentra por hacer. Así, la democracia española constituye una farsa desde su inicio, cuando se pactó con las fuerzas vivas del franquismo, quedando deslegitimado el desarrollo posterior de la misma. Para estos vindicadores del pecado original, nuestra democracia se ve sometida a unos poderes fácticos que siguen operando desde las zonas de sombra y que se sitúan por encima de las leyes.

En la entrevista que Pedro Sánchez concedió a Jordi Évole, se abunda en la interpretación victimista de la realidad política nacional ya que, si no hay nada que hacer con "esta gente" del PSOE pactista, el Ibex, los medios de comunicación, la derecha, la Iglesia..., entonces, en efecto, todo aún está por hacer. La puerilidad del discurso resulta evidente cuando se comparan los estándares de la democracia española con los de nuestro entorno. Las debilidades del país pueden tener causas históricas propias en algunos casos como sucede con la ausencia de una tradición industrial, la tardía alfabetización y una demografía complicada o son compartidas con el resto de Europa y de Occidente, pensemos ahora en la rigidez de la moneda común o en las dificultades competitivas que ha traído consigo la globalización. Pero, a fin de cuentas, lo singular español sería la sobreactuación de las diferencias ideológicas, hasta el punto de convertir en normal aquello que no debería serlo. Quiero decir que no es habitual que la negativa a negociar forme parte de la genética de los partidos políticos, en particular si están llamados a ocupar un espacio central en el mapa ideológico de un país. El surgimiento de movimientos del todo o nada responde a unas causas concretas del paro masivo y los bajos salarios a la corrupción institucional que, al traducirse en populismo, aceleran la disgregación social. Del resentimiento no puede surgir nada bueno; en especial si no se alimenta de la ponderación de la realidad, sino de prejuicios ideológicos. El acto de generosidad del PSOE demuestra que la española no es una democracia fracasada, sino un empeño capaz de poner en común las diferencias. Sánchez, en cambio, con su sobrevenido victimismo, alimenta ese peligro entre la utopía y el pesimismo del que nos advertía Pla. Por supuesto, ni está todo por hacer ni es verdad que no haya nada que hacer.

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