«Museum» es el lugar consagrado a las musas. Las nueve hijas de Mnemósine y de Zeus que han dado su nombre a los museos, no solo se relacionan con la música sino que presiden el pensamiento en todas sus formas.

En el ábside central del Museo del Prado se halla la Sala de las Musas, un lugar privilegiado donde resplandecen sus níveas esculturas realzadas por el rojo pompeyano del estuco que envuelve la estancia.

Tradicionalmente, las musas han sido también la fuente de inspiración de los artistas. Hay abundancia de retratos, imágenes y esculturas que muestran la belleza de una feminidad digna de representación.

En el ámbito pictórico, los lienzos que de forma transitoria o permanente viven en museos, instituciones o colecciones privadas, raramente son obra de mujeres: siempre musas, nunca Apeles, se lamentaba con razón un estudioso del arte.

Por increíble que parezca, el Museo del Prado dedica por primera vez una exposición monográfica a una pintora. «El arte de Clara Peeters» es el título de la muestra, inaugurada el 25 de octubre, que reúne quince obras de la artista flamenca. La pinacoteca madrileña posee cuatro de sus treinta y nueve cuadros.

Es sabido que la pintura de Peeters tuvo una amplia difusión pero desconocemos los detalles de su biografía. Probablemente nació en Amberes, donde transcurrió su vida, y empezó a pintar a una edad temprana, con 12 o 13 años. Su primer cuadro data de 1607, y en 1612, su año más prolífico, firmó cuatro obras.

Las corrientes artísticas de finales del siglo XVI, animadas por el materialismo y el naturalismo que iba impregnando la cultura europea, trajeron el gusto por los bodegones o naturalezas muertas, lo que permitió que algunas pintoras desarrollaran su talento, apartadas como estaban de los estudios anatómicos y del trabajo en los talleres.

En este tiempo, pocas mujeres pudieron desempeñar una profesión u ocupar mínimamente un espacio público al estar confinadas en el ámbito doméstico. Más aún, convertirse en artistas debió resultar dificultoso; en ocasiones, el parentesco permitiría su formación en los talleres paternos: Catharina van Hemessen, Lavinia Fontana, Fede Galizia, Isabel Sánchez Coello, Artemisia Gentileschi, Levina Teerlinc y Elena Recco, fueron hijas de pintores. Otras provenían de familias nobles, como Sofonisba Anguissola, a la que Vasari consideró la mejor artista de su época.

En la pintura holandesa de los siglos XVI y XVII, destacan también los nombres de las pintoras Judith Leyster, Maria van Oosterwyck, Cornelia de Rijck y Maria van Pruyssen. Sirvan estas líneas como leve tributo a todas ellas.

Clara Peeters fue pionera en el género del bodegón, incorporó por primera vez el motivo del pescado y reprodujo con un prodigioso realismo alimentos diversos: dulces, frutas, aves, quesos, panes, frutos secos, alcachofas, aceitunas, cangrejos, gambas y ostras, exquisitamente dispuestos sobre la mesa en lujosas vajillas con platos de porcelana, jarras de peltre, copas doradas, cristalería veneciana o saleros, acompañados de monedas, conchas, velas o flores, que serían del gusto de las élites flamencas.

Son dignos de encomio los diminutos autorretratos que aparecen en sus cuadros, un alarde de maestría y de su necesidad de afirmación como pintora, en los que se llega a apreciar la figura de la artista con la paleta y los pinceles en las manos. Así, el ansia de reconocimiento y de trascendencia de Peeters ha quedado patente en sus autorretratos reflejados, y en sus rúbricas insertadas en el canto de los cuchillos de plata bellamente labrados. Ella, en un acto de valentía y de confianza en su talento, proyectó hacia el espectador el reflejo de sí misma en el acto de pintar. Clara Peeters plasmó su rostro reflejado en la superficie brillante de los lujosos enseres transformados en arte para devolvernos la mirada desde sus lienzos, en un ejercicio prodigioso de complicidad y de autoafirmación.

Tenía razón Stefan Zweig al considerar que de todos los misterios del universo, ninguno es más profundo que el de la creación, ya que en ocasiones sobrevive a la propia época y a los tiempos venideros. A veces, «nos es dado asistir a ese milagro en una esfera sola: en la del arte», concluye Zweig.

La pintura de Peeters ha obrado ese milagro de sobrevivir a su propio tiempo y al olvido, y de conquistar por fin un espacio público sobreponiéndose a la condición femenina de su autora. La trascendencia de la artista ha quedado demostrada con el lapso de algunos siglos por la muestra que con todo merecimiento le dedica El Prado.

Seguramente, al comisario de la exposición, Alejandro Vergara, «le soplaron las Musas» para conceder este reconocimiento a la obra de Clara Peeters, la pintora cuyo nombre contiene las letras del de Apeles, como prueba de su especial vínculo con el pintor de la Antigüedad, y por haber sido ambos bendecidos por su inspiración.