Cuando vivía en los años ochenta en Estados Unidos, quise un día visitar el lugar donde había residido y muerto uno de mis escritores favoritos, Edgar Allen Poe.

Estaba la casa en uno de los barrios más deprimidos y conflictivos de Baltimore y he de confesar que, en vista del panorama que allí vi, me costó apearme un momento del coche para acercarme aunque sólo fuera a la puerta.

Tuve allí la misma sensación que en algunos barrios del Noreste de Washington, donde la población mayoritariamente negra se dedicaba al tráfico y al consumo de drogas y a uno le daba miedo parar ante un semáforo porque allí había tiroteos todos los días.

A juzgar por un excelente reportaje que vi esta semana en la televisión pública alemana, ni en Baltimore ni en otras ciudades como Camden (Nueva Jersey), considerada la más peligrosa del país, han cambiado desde entonces las cosas, sino que han empeorado.

Mostraba el reportero un país cada vez más dividido y desigual, en el que el paso de un negro por la Casa Blanca no parece que haya tenido el mínimo impacto en la situación de la gente de su misma piel, víctima cotidiana de las drogas, la discriminación y el odio racial.

Los realizadores del reportaje recorrieron en taxi barrios semi-abandonados, de casas que podrían estar en cualquier zona deprimida de Haití y ante algunas de cuyas puertas hombres mayoritariamente negros parecían dedicarse al trapicheo de drogas.

Algunos matrimonios de color entrevistados se quejaban todos ellos de la falta de oportunidades, de la brutalidad policial que sufrían diariamente, del miedo a que sus hijos fueran a morir un día de un disparo de algún policía o en medio de un tiroteo.

Vimos en el reportaje como en algunas universidades como la de Texas State se permite a los estudiantes acudir a clase con un arma de fuego, eso sí, debidamente oculta, para poder defenderse en caso de que cualquier loco asaltase el aula.

Hay miedo, mucho miedo en Estados Unidos, y no es sólo el miedo comprensible de los pobres, sino el que sufren, por causas muy distintas, muchos de esos multimillonarios que convierten sus lujosas mansiones en bien vigiladas fortalezas para protegerse de los "bárbaros".

Ésa, y no la que nos cuenta tantas veces Hollywood, es la realidad de la "pesadilla" americana.