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Rogelio Fenoll

Con los pies en alto

Ayer comenzó una nueva edición de la Fiesta del Cine, una iniciativa de los exhibidores que solo persigue atraer nuevos públicos a las salas porque, según estos empresarios, con la bajada de precios no se incrementan los beneficios, aunque la asistencia se multiplique por cincuenta. Para crear afición, vamos. La idea está muy bien, pero no cuenten conmigo. Ya piqué la primera y la segunda edición y no pienso repetir tan traumática experiencia. Yo no sé si esos nuevos públicos han pisado antes una sala donde se proyectan películas, pero tengo la impresión de que algunos -que no todos, afortunadamente- piensan que ir al cine es como estar en el salón de tu casa, donde te puedes repantigar en el sofá, quitarte los zapatos, sorber refrescos con todo el ruido del mundo, lanzar palomitas, parlotear animadamente con los tuyos y reírte a mandibula batiente como si se acabara el mundo. No quiero ni pensar lo que debe ser ver estos días películas como La fiesta de las salchichas o Mike y David buscan rollo serio rodeado de hormonas en ebullición, de pandillas que entran a un cine como si les soltaran en su primer festival de verano. Una de las cosas buenas de esta fiesta es que, si se completa el aforo, los asistentes no podrán poner en práctica una de las últimas tendencias en las salas: la de colocar los pies sobre el respaldo de la butaca libre de la fila anterior. Seguro que si acuden con cierta frecuencia lo habrán visto. Los hay incluso que se despojan de las zapatillas para mayor comodidad y claro, aunque no los veas, los detectas pronto, por no hablar de los nerviosos que te están dando pataditas constantemente en el respaldo. No sé si todo esto forma parte del encanto de ir al cine o es que ya hemos olvidado que hace décadas, cuando no había piratería ni crisis, ir al cine era un jolgorio. El problema es que nos hemos acostumbrado a ver películas en la más estricta intimidad, con apenas una veintena de personas diseminadas con suficientes asientos libres de por medio, e incluso en absoluta soledad, y ya hemos interiorizado que así es como se ve una película a oscuras. Admito la paradoja: queremos que la gente vaya a los cines, pero detestamos cuando las salas se ponen a reventar.

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