El día que admitieron la primera bandera republicana en sus mítines, el PSOE empezó a trazar la senda que lo llevó al atolladero de hoy y al escabroso camino de mañana. O, quizás, ya el día que presentó una enmienda republicana de pega a la Constitución. A partir de ahí ha ido construyendo un discurso constituido por una papilla emocional que tiene tres componentes fundamentales: la nostalgia de una inventada república paradisíaca; la identificación de la derecha con el mal absoluto y con el franquismo; la ficción de que entre la socialdemocracia real y la dictadura comunista existe un ente de razón llamado socialismo. Naturalmente, cuando la realidad ha llamado a las puertas, muchos de quienes se habían alimentado con esas gachas se han ido o, de permanecer, lo han hecho renuentes.

Ahora, tras varios meses de comulgar con ese alimento, la propia dirección del partido se ha visto obligada a plegarse a la realidad. Por el interés general, en parte, y porque, de no hacerlo, el batacazo en las próximas podría ser tremendo. (Por cierto, ¿alguno de los resistentes del no se ha preguntado qué ocurriría si en unas próximas elecciones se viesen obligados, en función de su discurso izquierdoso, a votar a Podemos, si este quedase por delante?)

Pillado en las fragosidades de su propia ruta, al PSOE no le conviene ahora una legislatura corta, pues no tendría tiempo de reconstruir su discurso sobre la realidad y, además de recuperar votantes perdidos por la izquierda, ganarlos también por la moderación, esto es, por el realismo. Al PP, y a la mayoría de nuestra sociedad, tampoco le conviene que el PSOE sufra una debacle en las próximas elecciones, por lo que debería actuar con sumo cuidado y desplegar una especie de complicidad con su rival histórico. ¿Será posible? Las variables son muchas, la circunstancia económica y europea mala, ¿las cabezas?