Tengo para mí que una de las paradojas más irresponsables y peligrosas -quizá un auténtico drama- que afectan a las sociedades democráticas, a los países verdaderamente libres y desarrollados, sea el concepto de normalidad, entendida ésta como esa sensación de absoluta cotidianeidad, de previsibilidad y moderación con que se suceden los días y los hechos. Llegamos a un supermercado y damos por seguro que sus estanterías estarán llenas de productos diversos, la carnicería de carne, la pescadería de pescado y la caja para pagar esperándonos al final de la cola. Normal. Cuando sale el día resulta rutinario que nuestros hijos vayan al colegio -que por cierto sigue estando donde siempre-; que nosotros vayamos a nuestras obligaciones cotidianas; que los semáforos funcionen; que el correo esté en nuestro buzón al final de la mañana; que el quiosco nos espere con el periódico dispuesto a su lectura -que por cierto también sale todos los días-; o que el bar donde solemos disimular nuestras ansias gastronómicas nos reciba con la misma tortilla de patatas de siempre. Normal. ¿Es eso aburrido? ¿Hay que violentarlo para que cambie y así nuestra adrenalina se dispare?

Si en la cotidianeidad de la vida preferimos que las cosas se desarrollen sin especiales sobresaltos y que todo obedezca a un orden previsible, ¿por qué en política estos líderes recién llegados de movimientos y colectivos anclados en la radicalidad y la insumisión pretenden imponernos violentar las formas y los fondos, las reglas dadas, la destrucción de las normas democráticas con la excusa de que ya no sirven, de que es necesario cambiarlas a favor de un orden nuevo? Parece que les aburra la política basada en la libertad y el respeto, en la educación y la mesura, en la proscripción de cualquier forma de violencia -por supuesto física, pero también verbal-, en el disfrute de la democracia tal cual la conocemos y la hemos heredado de países con mayor tradición. Estos mal llamados políticos que han tenido la inmensa fortuna de haber nacido en libertad y democracia, en la «normalidad» de las reglas democráticas, en el respeto a los derechos humanos, con jueces y tribunales libres e independientes, con división escrupulosa de poderes, con normas (véase la Constitución) mayoritariamente aprobadas por la ciudadanía para la mejor convivencia; estos peligrosos visionarios, digo, intentan convencernos (imponernos) de que nada de todo eso vale, que la normalidad es antirrevolucionaria, que la verdadera democracia, la auténtica libertad, está por conquistar, que es necesario derribar los muros que nos oprimen, que se debe incendiar la calle, donde radica la verdadera voz del pueblo, a despecho de las instituciones.

Por eso no deben extrañarse ustedes dos de que volvamos a revivir el vergonzoso espectáculo -una brutal expresión del peor comunismo fascista-, de coacción, violencia, intimidación y matonismo producido esta semana en la Facultad de Derecho (qué siniestra paradoja) de la Universidad Autónoma de Madrid, cuando un grupo de cobardes -de ahí que fueran encapuchados- impidió por la fuerza que dos personas como el expresidente de un Gobierno democrático español, Felipe González, y el exdirector del diario El País -periódico por el que bebían los vientos todos los progres y progras que se preciaran de tales-, Juan Luís Cebrián, pudieran hablar, expresar sus opiniones, nos gusten o no, en libertad y con total independencia. Con ello se envía un inquietante, amenazador y nítido mensaje: la libertad de expresión sólo se permitirá a personas y opiniones que sean previamente autorizadas por los comisarios de la verdad y del pueblo; la libertad de información, la libertad de prensa, solo será bienvenida, respetada y autorizada una vez haya pasado el control y la censura del comité revolucionario del pueblo, de quienes somos sus únicos representantes. Todo lo demás será acosado, intimidado, violentado y, cuando podamos, prohibido en aras a la verdad revolucionaria.

Frente a la normalidad, frente a las democracias tranquilas, previsibles, ordenadas, garantes de la libertad y del respeto a la Ley, mayoritariamente aprobadas por la ciudadanía; frente a sus instituciones, frente a sus representantes políticos libremente elegidos, hay que producir un clima de violencia, de radicalidad, de constante agitación, de miedo revolucionario, de organizado caos en las calles, de odio, de provocación, de insultos y amenazas. Y así vamos construyendo la nueva sociedad. Violencia verbal e intimidación en la Universidad; violencia física en Alsasua contra dos guardias civiles y sus compañeras (por cierto, ¿no es eso además un ataque machista? ¿Qué dicen las feministas de salón al respecto?); violencia contra las decisiones de los tribunales alardeando de que no van a obedecerlas; violencia contra la prensa que nos critica; violencia contra quien no piense como nosotros. Ya lo saben, si se aburren de la normalidad, de que sus niños vayan al colegio y éste no haya desaparecido, de que los semáforos funcionen, de que el mercado venda los productos que necesita, de que el sol salga por las mañanas, apúntense a un breve curso de violencia. Cambiará sus vidas. Perdón, se me olvidaba: cuando la violencia llame a su puerta -siempre acaba haciéndolo- no espere que aparezca la normalidad.