El presente de la ciudad que habitamos es siempre la resultante de un conflicto entre partes contrapuestas cuya resolución da lugar a la ciudad del futuro. Uno de esos frentes de disputa atañe a la problemática urbana entre pequeño y gran comercio, en unas ciudades que, tal como sucede en Alicante, responden a un patrón definido por unas dinámicas que tienden a primar los estrechos intereses económicos del comercio a gran escala. El caso concreto de Ikea sólo es uno más dentro de una casuística generalizada en donde la balanza entre comercio minorista y mayorista bascula hacia el segundo de los platillos.

Para abordar la comprensión del actual fenómeno del gran comercio en toda su complejidad se hace preciso contemplarlo en su totalidad, dado que sus dinámicas se hallan dentro de unas lógicas dominadas por unas ideologías basadas en el productivismo desenfrenado, en la distribución kilométrica, en el consumismo exacerbado, y en una financiarización alimentada por el gran capital, a través de la acción y reacción de unas firmas transnacionales que tan pronto vienen como se van en función de las oportunidades de negocio. A efectos urbanos tales dinámicas se dejan notar tanto sobre la construcción del espacio de nuestras ciudades como sobre la concepción de unos ciudadanos cada vez más reducidos al rol de meros consumidores.

En la periferia, la dura competencia del pequeño comercio con las grandes instalaciones comerciales se ha ido conformando a través del deterioro de un sector artesanal que a duras penas puede competir con precios, horarios, ofertas, variedades, salarios, ni personal. Por no hablar de los intereses inmobiliarios que rodean la construcción de estas grandes moles comerciales que benefician a promotores locales de dudosa reputación, para quienes el pequeño comercio se contempla como una rémora remota de un pasado a liquidar. En esta clara apuesta por los híper-mercados, macro-tiendas y mega-ocios privados que eclipsan a las plazas públicas de antaño como lugares de encuentro ciudadano, se procede al desalojo del pequeño establecimiento, en una relación de fuerzas asimétricas que beneficia al capital y perjudican a la sociedad. El gran problema social de este tipo de comercio es que reduce la convivencia entre sujetos para tratarnos como simples objetos que compran el mayor número de mercancías en el menor tiempo posible. En estos establecimientos, lo económico se impone sobre lo social, de tal modo que la única relación comunicativa que se genera en el acto del intercambio se produce, si acaso, en el momento del pago final de los productos en una superficie comercial en donde la convivencia ciudadana acaba reduciéndose a su mínima expresión, restando protagonismo al ciudadano para dárselo a las grandes corporaciones.

En el centro urbano, la proliferación de veladores, terrazas, boutiques, franquicias de ropa, cadenas de comida rápida, supermercados?, que se abren tan pronto como se cierran, sigue la estela de un modelo urbano genérico diseñado desde hace décadas para una ciudad de servicios orientada preferentemente hacia consumidores y turistas, en perjuicio de esas pequeñas tiendas locales que daban vida social a los barrios del casco antiguo. A diferencia del gran comercio orientado hacia el objetivo económico, en el comercio artesanal la economía se halla dentro de lo social, dado que el intercambio de mercancía por dinero sirve aquí, en mayor o menor medida, como excusa para lubricar las relaciones entre los habitantes de una determinada zona urbana. En tiempos no tan lejanos, tanto en esta como en otras ciudades, el tendero tradicional cumplía una función económica, pero también social, de tal modo que los intercambios de mercancías corrían parejos a los intercambios comunicacionales. En su papel de galvanizador de la vida barrial, el pequeño comerciante promovía en sus locales aquellos espacios de encuentros entre unos vecinos que participaban en un proyecto de vida en común. Como denuncian hoy los propios vecinos, convertir el centro de la ciudad en un mero espacio comercial tiene sus costes sociales para una ciudadanía desplazada por una ciudad vendida y sacrificada en aras de la sacrosanta rentabilidad cortoplacista.

Sobre la cuestión de las bondades de los beneficios económicos que el gran comercio derrama sobre la ciudad cabe plantearse serias dudas de que esto sea así. Si las grandes ganancias se la llevan los especuladores del suelo urbano destinados a promover la instalación de estos complejos comerciales, o bien emigran hacia las sedes centrales de las firmas extranjeras globales, aquí sólo se quedan la «calderilla» residual de esos negocios, los puestos de trabajo de un empleo cada vez más precario, y un tejido social crecientemente atomizado dentro de una ciudad más impersonal destinada a unos turistas transeúntes que entran y salen de la misma, sin más relación con la ciudad que la estrictamente económica.

En buena medida, aunque no sólo, la re-dinamización de la ciudad depende de la reactivación del pequeño comercio y de su protección por parte de la Administración local, sin que ello signifique la expulsión del gran comercio, pero dimensionándolo en su justa medida, para tratar de evitar su acción depredadora sobre el tendero artesanal y la trama social que se teje en su entorno. En una ciudad como Alicante se hace urgente recuperar la dignidad del pequeño comercio y la revalorización de la convivencialidad perdida. Si queremos una ciudad más humana, más cercana, más ciudadana, habría de apostarse por la recuperación del pequeño comercio y sus provechosos efectos sociales, políticos y económicos.