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Juan José Millas

Tierra de nadie

Juan José Millás

Síndromes

Decía Groucho Marx que cuando se muriera lo incineraran y enviaran el 10% de las cenizas a su agente. Lo decía en broma, claro, pero si uno perforaba la capa superficial de sus chistes y se asomaba al agujero resultante, podía ver la composición cualitativa y cuantitativa de la naturaleza humana. Dentro de unos días se subastarán en Los Ángeles las cenizas de Truman Capote, fallecido hace 32 años. Durante todo ese tiempo, alguien las guardó como una inversión de la que, según cálculos de la casa subastadora, podría obtener ahora entre cuatro y seis mil dólares. Un pellizco.

-Llevo diciéndote toda la vida que no hay que tirar nada- le dice una señora a su marido en la cafetería en la que leen la prensa a medias en voz alta.

Por eso me he enterado de la subasta. Hay gente que lo tira todo y gente que conserva hasta los recortes de las uñas de los pies. Pero existe una tercera categoría: la de las personas que creen que lo tiran todo y no tiran nada. Es a la que pertenezco yo. Tengo mi despacho invadido por objetos inservibles de los que estoy convencido de haberme desprendido. La evidencia de que están ahí, ocupando todos los armarios, no hace mella en mi fe. Hay un síndrome, el «de Antón» que incluye a aquellas personas que se quedan ciegas, aunque se creen que siguen viendo. Cuando se tropiezan con las paredes, lo atribuyen a un despiste.

Cuando mi mujer me dice, con pruebas en la mano, que padezco el síndrome de Diógenes, yo lo niego. Acepto, en todo caso, que llevo una temporada con mucho trabajo, lo que me ha impedido hacer limpia. ¿Por qué lo niego si sé que es verdad? Un día se lo pregunté a mi psicoanalista que, como es habitual, me devolvió la pregunta, porque mi psicoanalista se desprende de todo, especialmente de mis preguntas.

Creo en la arqueología, eso es lo cierto. Trato de hacer un favor a los antropólogos de dentro de diez o doce mil años. Me los imagino haciendo en la tierra un agujero al otro lado del cual aparece mi despacho tal como se encuentra ahora, con mi esqueleto sentado a la mesa de trabajo, delante del ordenador.

-No cuela- concluye mi psicoanalista.

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