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Juan R. Gil

Sánchez sabrá

l secretario general de los socialistas cimenta su negativa a permitir que se desbloquee la legislatura en el hecho cierto de que ningún elector votó al PSOE para que gobierne el PP. Ocurre, sin embargo, que a ningún votante se le preguntaba si prefería que, de no triunfar los suyos, España siguiera sin gobierno. Y sucede también que en el recuento de papeletas, las que pueden atribuirse a la derecha sumaron más que las que se consideran de izquierdas.

Por debajo de estrategias y postureos, lo que subyace en el fondo es la falta de aceptación por parte del líder del PSOE de unos resultados electorales que, en dos convocatorias sucesivas, no han traducido ni en votos ni en escaños el cambio que muchos vaticinaban que iba a producirse de forma inexorable. Es indudable que millones de ciudadanos en este país suscriben la contundente enmienda a la totalidad que Pedro Sánchez lanzó en la última intentona de investidura contra el Mariano Rajoy de la corrupción y los recortes. Pero es verdad también que ese alegato, por mucha razón que le asista, se estrella contra un muro en democracia insalvable: el candidato del PP fue votado, pese a todo, por muchos más que el del PSOE y las fuerzas de derechas recibieron mayor apoyo popular que las de izquierdas. Admitir que eso es así habría sido un paso importante para garantizar la gobernabilidad, que es la primera responsabilidad de un líder político.

Ni la izquierda sumó lo suficiente para armar un gobierno tras las elecciones del 20 de diciembre de 2015 ni tampoco lo ha conseguido en las de junio pasado. En el debate del último viernes, Sánchez sugirió de nuevo un acuerdo con Ciudadanos y Podemos como el que fracasó meses atrás. Pero él sabe mejor que nadie que eso es humo de pajas. Ser investido presidente con el apoyo de los de Rivera y los de Iglesias es mucho menos viable ahora, cuando los socialistas cuentan con cinco diputados menos y hay otras dos campañas en marcha, que antes. Como tampoco parece razonable la otra opción que aritméticamente queda, que es la de que el PSOE pudiera llegar a un entendimiento con Podemos y los independentistas, lo que supondría exacerbar todas las contradicciones, porque Sánchez estaría valiéndose de los votos de un partido (la exCiU) tan manchado por la corrupción como el PP y del apoyo explícito, para gobernar España, de quienes abogan por salirse de ella. El resultado sería un engendro político imposible de gestionar, como advirtió Rubalcaba.

Convendría recordar que las elecciones de junio fueron un alivio para el PSOE, que llegó a ellas en riesgo de quedar reducido a la irrelevancia víctima del cacareado sorpasso de los de Iglesias, pero salió de las mismas gozando de una posición de privilegio para determinar la agenda política: pese a su mal resultado, consolidó su preeminencia como cabeza de la oposición y única garantía de alternancia futura, y se quedó para sí la llave, no ya de la investidura de quien fuera presidente, sino de la gobernabilidad en el más amplio sentido del término. Quienes se quejan ahora de que sea sobre el PSOE, y no sobre el PP, sobre el que se deposite la mayor responsabilidad de que pueda haber unas terceras elecciones, olvidan que esa posición central en el escenario político no fue una carga, sino un regalo que los electores le hicieron a los socialistas cuando éstos estaban al borde del desahucio; que no hayan sabido entenderlo así, que esa ventaja se les haya vuelto en contra, es sólo culpa de la torpeza de sus dirigentes.

El problema es que Sánchez ha colocado como eje de la actuación del PSOE una negación, y la negación es la antítesis de la política. El «no es no» puede ser efectivo como consigna, pero no tiene recorrido como discurso político. O peor: acaba siempre situando al que lo esgrime como máximo argumento en una posición indeseable, en un callejón sin salida. En política, el «no» sin alternativa tiene un valor perverso. Y el PSOE no ofrece ninguna alternativa real, nada con lo que de verdad se pueda avanzar. Incluso Felipe González y Albert Rivera han llegado tarde con su propuesta de que el PP presente a otro candidato para facilitar una abstención del PSOE: Sánchez y sus corifeos ya han repetido que su negativa afecta tanto a Rajoy como a cualquiera que al PP se le ocurriera proponer para desencallar la investidura. No es no, ¿qué parte no habéis entendido?

El PP no consiguió un resultado el 26J que le permitiera lograr la investidura por sí solo. Vale. Pero ganó claramente las elecciones, fue el único partido que mejoró sus resultados respecto a los anteriores comicios, ha podido sumar a sus votos los de otras dos fuerzas políticas y, con ellos, quedarse a sólo seis escaños de la mayoría absoluta. El PSOE, por contra, obtuvo sus peores registros desde 1977 y no tiene forma de contraponer una mayoría superior a la del PP. Esa es la realidad y no asumirla es lo que está llevando a los socialistas a aparecer como culpables del colapso institucional que soportamos.

Hay muchas clases de abstención. Sánchez podría haber construido un discurso en el que dejara claro que una abstención instrumental del PSOE en ningún caso significaría la complicidad con las prácticas ni con la ideología del PP, y sí por el contrario podría servir para evitar nuevas elecciones y poner a funcionar un país cuya gobernanza lleva meses congelada, al mismo tiempo que para condicionar cualquier medida de ese futuro gobierno presidido por el PP desde la mayoría que las urnas han otorgado al resto de fuerzas políticas en el Congreso, lideradas desde la oposición por el PSOE. Podría haber aprovechado de hecho la extrema debilidad parlamentaria de los populares para arrancar de antemano compromisos en materias que no pueden esperar más: desde una reversión de los recortes que más han perjudicado a las clases medias y trabajadoras, o de la legislación que ha hecho retroceder derechos y libertades, hasta la cada vez más urgente reforma de la Constitución que permita, entre otras cosas, encontrar una salida política al problema catalán. En lugar de eso, como se descuide el secretario socialista va a conseguir, con unas terceras elecciones, perder para el PSOE la primacía que siempre ha tenido en la izquierda y permitir que el PP se fortalezca cada vez más. Un pan como unas hostias.

Vienen semanas aún más confusas que las que llevamos padecidas. Con dos elecciones autonómicas de incierto resultado para los socialistas, y con sus barones cada vez más apremiados por la ausencia de gobierno en Madrid, ausencia que les deja a ellos sin recursos para cumplir en sus comunidades con las demandas sociales a las que se comprometieron, el comité federal del PSOE que se celebrará más pronto que tarde va a ser un polvorín, presto a estallar al menor roce. Podemos estar de acuerdo en que el PP no es un partido que haya demostrado nunca lealtad institucional. Al contrario, siempre ha jugado al oportunismo, da igual que para eso tuviera que reforzar huelgas generales alentando cierres patronales, insultar a los gobiernos que negociaban con la UE, utilizar el terrorismo de forma partidista, aliarse con el diablo allá donde un Tamayo cualquiera se pusiera a tiro o hacerle un corte de mangas al mismísimo monarca rechazando someterse a la anterior investidura. Nunca se ha cortado un pelo: incluso ahora, maltrecho, se burla del mundo promocionando a un ministro que tuvo que dimitir envuelto en el penúltimo escándalo. Todo eso es cierto. Como también es verdad que, aun incurriendo en algunos de esos mismos pecados, el PSOE ha mostrado siempre un mayor sentido de Estado. Pero por eso precisamente, porque de lo que se trata no es de si el PP merece gobernar, sino de si los ciudadanos merecen un gobierno sin tener que ir a votar tres veces en un año, es por lo que la posición del secretario general socialista resulta imposible y, mantenida hasta el final, amenaza con dejar en los huesos y tiritando a un partido con siglo y pico de historia. Sánchez sabrá.

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