Tocqueville fue un jurista y sociólogo francés que, en su famosa obra política inacabada El Antiguo Régimen y la Revolución (1856), muestra su desconfianza hacia los revolucionarios académicos de una forma muy explícita. Sabía de qué hablaba, habiendo vivido una vida marcada por la Revolución francesa y sus consecuencias. No es que desconfiara de todos los revolucionarios, sino especialmente de los que llamó «hombres de letras»: los que tan importante rol habían jugado en preparar y prender la Revolución mediante panfletos, declaraciones, reuniones y asociaciones.

Decía Tocqueville: «Su misma forma de vivir (de los hombres de letras) les llevó a permitirse teorías abstractas y generalizaciones en cuanto a la naturaleza de lo que es gobernar, y fiarse ciegamente de ellas. Porque vivían completamente fuera de contacto con la política aplicada, les faltaba la experiencia que pudo haber mitigado su entusiasmo. Así fracasaban completamente en percibir las trabas reales en el camino de las revoluciones, incluso de las más beneficiosas».

Sigue Tocqueville: «Nuestros revolucionarios (los hombres de letras) compartían una misma afición a las generalizaciones amplias; sistemas legislativos simples y de una simetría pedante; el mismo desprecio por los datos concretos; la clara preferencia por reformar instituciones según líneas novedosas, ingeniosas y originales? El resultado no fue nada menos que desastroso; porque lo que es un mérito en el escritor bien puede ser un vicio en el estadista, y las mismas cualidades que hacen una gran literatura pueden llevar a revoluciones catastróficas».

Estas palabras, sobre la base de unas experiencias de hace casi 200 años atrás, nos advierten que puede ser comprensible dejarnos llevar por la apariencia apetitosa de propuestas políticas novedosas pero que, por precaución y realismo, la evaluación de estas propuestas debe basarse en competencias personales y posibilidades reales.

La desconfianza hacia los revolucionarios «de salón» a las que se refiere Tocqueville (que fue ideólogo principal del nuevo liberalismo), puede haber sido motivado -en parte- por el hecho de que apenas logró salvar a sus padres nobles de una muerte en la guillotina revolucionaria. De todas formas, a partir de 1830 Europa empezó a vivir un cambio reaccionario, considerando a los «genios» como fuerzas potencialmente peligrosas y desestabilizadoras. Se les consideraba especialmente hábiles en fermentar el desequilibrio social, político e intelectual. Afirma el sociólogo y psicopatólogo estadounidense George Becker que la experiencia habida en estos años revolucionarios daría lugar a las teorías científicas acerca de la controversia del «genio loco».