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Crónicas precarias

La manada

Follándonos a una entre los cinco. Puta pasada de viaje», así se pavoneaban en WhatsApp los detenidos por la violación múltiple en los pasados Sanfermines. «Hay vídeo», añadían. Tenían que contarlo, tenían que hacer llegar al resto de miembros del grupo «Manada» (apropiadísimo el nombre) lo salvajes que habían sido. La posibilidad de que varios adultos no sean capaces de distinguir entre sexo consentido y violación resulta preocupante, pero también provoca náuseas que se sientan legitimados para presumir así de sus hazañas ante los amigotes.

Aunque no debería sorprendernos, es precisamente en el grupo donde reside el poder de estos energúmenos rebozados de testosterona. Es la fuerza de la manada, el gregarismo salvaje que despedaza a sus víctimas entre risotadas. Una atmósfera de macho alfa que lo impregna todo y les empuja a alardear de su falta de empatía como si fuera una victoria moral. Que reduce a las mujeres a un calificativo: puta, gorda, vieja, guarra, fea, estrecha. Porque no merecen más, son cosas y las cosas deben ser nombradas, usadas y desechadas.

El mismo espíritu de abuso y brutalidad que lleva a apalear transexuales o quemar a mendigos que duermen en un parque. Ante la duda, aplastar al débil, no concederle ni una migaja de compresión, cariño o ayuda. Porque los machos solamente son solidarios con otros machos. Palmadota en la espalda. Nos follamos a una entre cinco. Qué mentirosas son las tías, que te hunden la vida a base de denuncias falsas. No es de extrañar que cuando saltó la noticia de que se había arrestado a varios sospechosos por la agresión sexual, el temor manifestado por el resto de amigos en el mismo grupo de WhatsApp era que hubieran pillado a sus compadres. No que éstos hubieran cometido una atrocidad. Ni siquiera que fueran inocentes y estuvieran acusados injustamente. No: que les hubieran trincado, pobrecitos, con la fiesta que se estaban pegando. Por supuesto, ni un pensamiento sobre la víctima. Ya se sabe, las zorras solamente traen problemas.

Algo muy roto, algo muy podrido se esconde en la necesidad de recalcar continuamente la propia monstruosidad. Pero, ¿cómo evitarlo cuando son tus compañeros los que jalean las muestras de sadismo? ¿Cómo conseguimos que tales cachos de carne sientan respeto por la mitad de la población mundial si la actitud premiada es el asco y el desprecio? Someter, destrozar?y luego contarlo con alborozo.

Despojados de la manada, estos seres tan prepotentes se convierten en sombras mediocres. Es el jolgorio de los acólitos lo que les envalentona. Nosotras podemos gritar, enfadarnos o ganarnos fama de amargadas, pero hasta que los propios hombres no sean capaces de decirle a sus amigos que dejen de comportarse como cretinos aberrantes, nos queda cultura de la violación para rato.

Hace algunos años estaba en el cine viendo Up (una película de animación muy adorable. Si no la habéis visto, haceos ese regalo) y en un momento especialmente conmovedor se me escaparon unas lagrimillas furtivas. A mi lado, un padre advertía a su hijo: «¿No irás a llorar, no?». Y reía burlón ante la contingencia de que su pequeño tuviera sentimientos. Pues sí, necesitamos niños que lloren, adolescentes que lloren, hombres que lloren cuando algo les entristezca o emocione. La alternativa es seguir criando tarugos que confunden la ternura con el fracaso y la felicidad con la violencia.

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