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La Purga

En ocasiones y últimamente son más de las precisas, desbarro sin pudor, me desinflo. Cojo un rotulador de punta fina y dejo que pasen mi vida y mis neurosis sobre el papel. No tengo nada concreto que dibujar ni que decir pero lo que sale me asusta y me consuela a partes iguales. Pasan mis años en pantalón corto con un frío de cuchillo en las corvas, pasan señores atemorizadores y mujeres de una voluptuosidad dislocada con faldas de tubo y moños ingrávidos. Pasan paisajes urbanos, portales oscuros que huelen a repollo hervido y a piorrea, puestos de mercados repletos de carcasas de gallina y vecindonas que gritan con mucho aparato de glándula mamaria, rulos en la cabeza y hedor a requesón rancio. Una mujer con una cesta enorme en la cabeza, pregona con voz de caño roto: «¡Peces vivitos, peces vivitos del Tormes!». Titiriteros sin títeres que hacen milagros con una cabra, la feria del algodón de arrope y carabinas trucadas. Somos lo que vimos, lo que vivimos. Somos una infancia truncada llena de conocimientos que no hubiéramos querido tener, el olor de la mierda en un muladar, los condones usados y resecos en medio de la nada y un pasmo perenne en la mirada ante los atardeceres rojos de ira o los amaneceres en los que constatábamos con no poco terror que el dinosaurio aún seguía allí. El dinosaurio éramos nosotros, claro, criaturitas vulnerables delante de un tazón de leche caliente y las primeras, inexplicables náuseas. Somos esa calma chicha de las horas dentro de un colegio gris y un maestro peripatético, con las manos como palas excavadoras que te infla a hostias venga a no venga a cuento, somos el retrato en blanco y negro de un dictador y un crucifijo junto al descubrimiento de Machado, de Lorca, de Miguel Hernández, a las cuatro de la tarde en nuestra experiencia personal que no era sino el olor a madera de cedro y al sebo de los borradores, el olor del miedo, de la extrañeza y del polvo de las pizarras. Los recreos eran el búnker contra el pavor, una válvula de escape a todo color, con niñas de terciopelo y montañas intuidas y media hora de libertad que sabía a pan con chocolate.

Luego volvíamos a una realidad que nos amordazaba, que nos cogía la medida. Y sentíamos la nada en medio de un estercolero de pupitres y formaciones militares. Aún no conocíamos a Sartre, pero brillaba el sol y teníamos padres y amigos y todo era otra vuelta de tuerca de un movimiento perpetuo que no llevaba a ningún sitio. El cadáver de un perro hinchado por el sol con su sombra azul. Los gritos y las carcajadas de tus amigos mientras lo lapidaban. Las piedras entraban dentro del cuerpo con un zumbido seco al romper la piel de pergamino. Ellos reían y era todo tan absurdo, tan bestia, tan violento. Lo único que quedaba era salir corriendo a tu casa, al campo, al purgatorio. Era violento hasta el aire, violentos tus pocos años de huidas y estremecimientos, violento el barro en tus zapatos y el hielo cárdeno del invierno en el alma.

A veces y últimamente son muchas, dibujo a tontas y a locas, frenéticamente, a la que salga. Pero no es arte, ni expresión plástica sino la purga del corazón. Ustedes sabrán per donarme el desaliento.

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