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Doña mamá

La primera escuela a la que asistí fue una unitaria al estilo de entonces. O sea, una academia, que estaba en pleno centro de la ciudad y en la que se atendían niños y niñas entre cuatro y diez años. La maestra era muy buena profesional, eficiente, segura, dinámica y responsable, y pedía a sus alumnos aprendizaje y buen comportamiento a ultranza.

Yo era una alumna bastante atípica, ya que era «la hija de la señorita» y, aunque formaba parte del conjunto de la clase, se me pedían unas cuantas cosas más que al resto de los niños: aprender todo lo más que pudiera, portarme genial, no molestar a los compañeros, ser buena y trabajar mucho. En cambio, no estaba previsto que se me pudiera escuchar, felicitar, o tener conmigo una complicidad o un cariño. Estaba allí, pero como si no estuviera, estaba «entre paréntesis».

Seguramente el motivo era evitar la posible sensación de favoritismo, agravio comparativo o celos de los otros niños al ser mi madre la maestra, pero a mí lo que me llegaba era una actitud distante y extraña, que no alcanzaba a comprender. En las reuniones familiares, mi madre explicaba con orgullo que yo en la escuela primero la llamaba «mamá», después «doña Mercedes» como los demás niños, y ya en último término: «doña mamá». Y a todos les hacía mucha gracia. Parecía algo muy creativo, como una pequeña broma. Pero en realidad no era más que un intento de hacerme ver por ella, que, de pronto, parecía haberse vuelto ciega a mi presencia.

Con el tiempo he entendido la situación vivida y he sabido que para los hijos de mamás-maestras o papás-maestros, es difícil diferenciar los dos papeles: el de progenitor y el de docente. Los niños, inevitablemente, se sitúan en la categoría de hijos, que perciben más importante que la de alumnos, y no entienden otros matices.

La dificultad aumenta cuanto más pequeños son los niños, pudiéndose generar una fuerte sensación de pérdida de la figura principal de referencia, de culpa por si esto ocurre debido a algún comportamiento personal inadecuado, de celos de los demás niños, o de confusión ante esa especie de abandono incomprensible. Y de esto se pueden derivar desde penas y llantos inconsolables, hasta rebeldías. Desde una sumisión excesiva a la madre o el padre para volver a captar su deseada atención, a accesos de rabia y agresividad, o mutismos, sobreexcitación, distracción, negación a aprender, etc.

Para las madres o padres maestros tampoco es sencillo vivir esa doble función. Hay quienes riñen a su hijo más que a los demás para que nadie piense que hay preferencias. Y hay quienes lo riñen menos. Hay quienes ejercen esa aparente ignorancia que comentaba antes, y hay quienes no llevan nada bien ver que el hijo estudia, pinta, suma o lee peor que otros, o que algún compañero se mete con él. Hay quienes lo pasan realmente mal al ver que su hijo está inquieto y desconcertado ante esta situación. E incluso hay quienes no lo llevan tan mal, aunque son los menos.

Sin embargo, y, aunque cada caso sea diferente y no se pueda generalizar, podríamos afirmar que ser madre y maestra, o padre y maestro al mismo tiempo, así como ser hijo y alumno suponen una tensión para los implicados. Son dos lugares a cubrir, dos papeles, dos funciones con características muy distintas. Y cuesta vivirlas simultáneamente. Recuerdo un nene de año y medio que tuvimos en mi escuela, que fue matriculado después de estar un tiempo intentando que se adaptara en la escuela infantil en la que trabajaba su mamá. El pobre no pudo resistir el hecho de ver a la madre atendiendo a otros niños, en lugar de estar con él, que tanto la necesitaba al iniciar su periodo de adaptación.

También recuerdo a un papá que lo pasó fatal tratando de responder a su hija de dos años y a la vez a su grupo-clase. Intentó solventarlo a base de palabras, explicando a la niña y a los alumnos la situación, pero lo que consiguió fue que se estableciera un clima de malestar y alteración que costó de superar. Al final tuvo que llevar a la niña a otra escuela y él quedó frustrado al no conseguir su propósito con la voluntad que le había puesto.

Y es que en las etapas primeras, de puro impulso, afectos primitivos, y narcisismo, las cosas se viven a flor de piel y se requieren respuestas más a modo de presencias que de razonamientos. Por eso muchas maestras hacen por no estar en el mismo centro educativo que sus hijos y en algunas escuelas hay normas que prohíben que las maestras tengan a sus hijos en clase. Probablemente sería útil plantearse y debatir este tema en el seno de cada comunidad educativa.

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