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Jorge Fauró

Pan con aceite y azúcar

Se habla estos días de la necesaria buena alimentación de los escolares que se quedan a comer en el cole. Lo mínimo que esperan unos padres dispuestos a pagar por el comedor de sus hijos es que estos últimos reciban una buena nutrición y una óptima educación del estómago, una cuestión que les acompañará toda la vida en la salud y en la enfermedad, en las comidas de negocio del futuro y en el comportamiento en la mesa que deberán enseñar a sus descendientes. Estamos de acuerdo en que somos lo que comemos y mayormente lo que defecamos, en que una buena nutrición constituye la base de nuestra esperanza de vida, pero no perdamos nunca la perspectiva de que cohabitamos también en el mundo de la publicidad y el marketing, del omega 3 y el L-Casei, del bífidus y el danacol. Perdónenme el atrevimiento, pero mucha tontería es lo que hay. Mi madre me metía cada día en la cartera un bocadillo de chorizo de Pamplona con mantequilla Arias, envuelto en un novedoso sistema de papel de aluminio que permitía que el almuerzo llegara fresco al recreo, si es que llegaba. A la hora de comer me plantaba delante de las narices un plato de lentejas o un guiso de garbanzos con chorizo, morcilla y tocino fresco. Por la tarde me preparaba un delicioso pan con aceite y azúcar o un bocata de Nocilla que desaparecía en minutos mientras construía con ambas manos una carretera en la arena que hacía las veces de etapa de una vuelta ciclista imaginaria, con la cara de Ángel Arroyo o Bernard Hinault en el interior de la chapa de un quinto de Mahou. Ni soy obeso ni desarrollé enfermedades infecciosas por agarrar aquel pan con las manos llenas de arena. Lo peor no está en la infancia, sino en empeñarnos en que de adultos hemos de comer cosa parecida a lo que engullíamos de niño. Acudimos a la comida de negocios a empapuzarnos de carne roja cuando en realidad deberíamos pedir verdura, esa acelga y esa espinaca que odiábamos de pequeños o ese pescado a la plancha cuyo olor no soportábamos. La tontería la tenemos ahora, cuando nos negamos a comer lo que entonces nos daban y en los supermercados ya no queda leche, sino un envase a base de calcio y omega 3 tristemente desnatada.

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