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Jorge Fauró

El triunfo de la frivolidad

El PSOE llega a un acuerdo con Ciudadanos; Podemos se incorpora a la negociación con el PSOE; Podemos se sale de la negociación; el PP se ofrece a formar gobierno con el PSOE y con Ciudadanos. En la calle, mientras tanto, aumenta el número de expertos en alta política y los seguidores de Gran Hermano se concentran en la Puerta del Sol y en la Plaza del Callao de Madrid en defensa de dos de los finalistas del programa. Por los derechos de los refugiados no soltarían el mando a distancia, pero Carlos Lozano y Laura Matamoros son otra cosa, amigo, mucho cuidado, ojito.

No es que seamos frívolos o que contradicciones como ésta sean exclusivas de España. Somos la raza humana, así sin más. Es probable que algunos de quienes se han concentrado en la Puerta del Sol en favor de algún habitante de la casa lo hiciera hace unos años en las sentadas del 15-M. Nos queda poco que objetar, por tanto.

Pero estaba hablando de la frivolidad. De la frivolidad de Pablo Iglesias o de la frivolidad de Rajoy. Los más cursis incluso emplean la acepción francesa frivolité, como si esto fuera una costumbre tóxica importada del país vecino, algo chungo. Y de la frivolidad como corriente de pensamiento. Lo que oyen. Lleva siglos esto. Se conservan documentos incunables del Antiguo Egipto o del Imperio Romano donde los ancianos dan por perdidas a las generaciones más jóvenes. Ay, los jóvenes, la juventud, así, dicho con desprecio, como si con 18 años nosotros ya coleccionáramos licenciaturas en Oxford y en La Sorbona.

Esta semana, en Alicante se ha demonizado, una vez más, a los jóvenes, muchos de ellos menores, que aprovechan cada año la romería de Santa Faz para acudir en masa a las playas, beber alcohol y dejar nuestro principal valor turístico hecho una mierda. Yo también los demonizo, evidentemente, por la osadía de tener 16 ó 17 años y echarse al cuerpo alcohol del malo de forma desmedida y por acabar convirtiendo la playa en un estercolero. Pero demonizo sobre todo a los padres y madres que se rasgan las vestiduras al ver las imágenes de un joven vomitando o confundiendo la Playa de San Juan con un vertedero.

Parece poco probable que esos mismos adultos ofendidos por el macrobotellón en el que por supuesto sus hijos no participaron (fueron otros, pero los suyos no, los suyos nunca), pensaran, decía, que cuando sus retoños adolescentes abandonaron la casa el día de la Peregrina era con intención de proclamar en el caserío lo propio de Faz Divina, Misericordia.

Como siempre, «el problema de los jóvenes» es una cuestión educacional, que nada tiene que ver con la enseñanza pública o concertada, sino con lo que ocurre en casa. El adulto que condena el macrobotellón es a menudo el mismo que invita a comer los domingos en casa y en la sobremesa exhibe en la terraza toda la colección de su botellero, incluido aquel ron jamaicano que no había abierto hasta ahora. El mismo adulto que, probablemente, recuerda sus tiempos del cole, cuando aguardaba a que el camarero del bar le sirviera el donut mientras observaba a un señor mayor echarse al coleto una copa de aguardiente o de Carlos III antes de las ocho de la mañana.

Volvemos, por tanto, a frivolizar con un asunto muy serio. Si seremos frívolos que no había pasado una semana de los terribles atentados de Bruselas cuando nos despertamos una mañana con el secuestro de un avión egipcio y al poco de acabar felizmente el suceso comenzaron a circular imágenes de un pasajero y una azafata posando sonrientes junto al secuestrador. No sabemos las circunstancias exactas en que se tomaron las fotografías, pero a la mayoría se nos heló la sangre por lo surrealista del gesto. La noticia ya no era el secuestro, sino el posado, que las agencias definieron como un selfie y la madre del pasajero se apresuró a corregir: «Eso no es un selfie, un selfie es cuando se la hace uno mismo». Y esa fue toda su valoración.

¿Nos importa realmente quién forme Gobierno en España?

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