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José María Asencio

Ética política e ingenuidad

La política es un pozo oscuro en el que puede hundirse cualquiera que se adscriba irracionalmente a una opción de forma obsecuente. La ética política, tan en boga en estos tiempos, no existe desde que Maquiavelo regaló a Lorenzo de Médicis sus conocimientos sobre las acciones de los grandes hombres. Sus consideraciones las siguen hoy todos los que se incorporan a las nóminas de los partidos y buscan algo más allá que una militancia de base. Hablar de ética política, dado que estos términos constituyen un oxímoron, una contradicción en sí mismos, un imposible racional, es abrir la puerta a los intereses más turbios e inaccesibles que se puedan imaginar. Si ya el poder es difícil de comprender cuando se busca con ansia, mucho más lo es cuando se quiere rodear de un aura de ética absoluta que pretende su sublimación, su apariencia honesta. Un arma adornada de una virtud inexistente.

Cuando ese argumento de la ética política se pretende alzar sobre toda consideración basada en elementos objetivos, como la ley, que se ignora displicentemente, se concede a quienes lo airean un instrumento que es fácilmente utilizado con la más absoluta arbitrariedad. La ética, sin entrar ahora en su relatividad o en si existe una que forma parte consustancial al ser humano, es tan volátil y subjetiva como quien, sin saber qué es, se la atribuye en exclusiva, tachando a quien disiente de inmoral; un argumento pretendidamente absoluto utilizado solo para la propia consideración y para justificar todo tipo de actos espurios. Cuando quien actúa con tales bagajes es un político, esa propia consideración, más elevada enfermizamente que la común y normalmente inmerecida, se hunde en razones que la razón no puede conocer. La ética no es solo razón, sino sentimiento y siendo manipulada se torna en razón de la fuerza una vez acompañada, si se sabe y puede hacer, con los medios que concede una sociedad de la (des)información poco acomodada a la verdad y mucho al interés extendido a todos los ámbitos de la convivencia.

Hoy, con base en ese criterio abierto, aquí se expulsa a una edil por la concesión de un contrato que todos afirman que es legal y lícito. Pero, a la vez, quienes así actúan amparados, dicen, en la ética, guardan silencio ante un hecho similar, según la prensa, de otra edil de su misma formación que, al parecer también conformó contratos con próximos y deducen denuncias ante la Justicia en otros casos similares calificando lo ético a veces y no ético en otras, como delito. Una ética, se ve, tan relativa, como instrumental, que pone bajo sospecha la moral que se dice ejercer y advierte del riesgo de este criterio para regir la vida política cuando quienes han de administrarla no exponen los criterios previamente y mucho menos se sujetan a ellos en toda ocasión.

Lo legal es tan claro y obvio, como objetivo o, al menos, más controlable por terceros que la llamada a una difusa convicción en valores que se manosean sin saber bien qué fin se esconde tras tanto diletante y sus actos. En un Estado de Derecho, convendría acomodar lo legal a lo ético, la ética de la ley y de los principios normativizados y constitucionalizados una vez se expresan en reglas positivas. Fuera de ahí, todo es inseguridad, política de cortos vuelos, intereses ajenos al bien común o supeditados a los más particulares, especialmente los que imperan en el seno de las organizaciones políticas, duros y feroces cuando de dilapidar al contrincante se trata.

Como dije hace días, si el contrato suscrito por la concejalía de Belmonte era legal, todo lo demás es cuanto menos sospechoso en su raíz virtuosa, máxime cuando el embudo se abre o cierra según el afectado. Si ese contrato era legal y, se presume, beneficioso para el interés común, no cabe aceptar el desistimiento, poco voluntario, forzado, impuesto incluso. Otra cosa es que no fuera legal, en cuyo caso estamos a la espera de que el mismo Ayuntamiento, tan dado a acudir a los tribunales en casos precedentes, haga lo debido y coherente con su discurso. No cabe una cosa y la contraria. Aunque todo esto explique mejor que nada el significado de la ética política para los que confíen en ella.

No basta con un cese. Es ineludible explicar si el contrato suscrito y ahora rescindido era legal, ilícito o simplemente irregular. Y si lo fue, motivar las razones por las cuales algo favorable al interés general se ha visto anulado anteponiendo criterios de aparente ética o, en su caso, políticos o de partido. Todo lo demás es iniciar un camino tan peligroso como incierto e inseguro.

La ética, demostradamente elástica, puede servir para ocultar fines poco confesables en cualquier situación, para arruinar la reputación de cualquiera, para atacar su nombre y fama. La sublimación aparente de la política puede traducirse en un instrumento adicional de perversión de sus fines en manos de quienes la gestionan. Salvo que seamos tan ingenuos que lleguemos a creernos de verdad que es la ética la que mueve la política.

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