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Trump no está solo

De vez en cuando, entre los civilizados y cultivados europeos, se percibe un cierto desdén hacia los excesos de Donald Trump, pre-candidato republicano a la Presidencia de los Estados Unidos. No voy a entrar en el susto que recorre el cuerpo de algunos de sus correligionarios del Partido Republicano ante la posibilidad de que consiga la nominación y, lo que sería peor, la Presidencia de los Estados Unidos. Simplemente, me contento con recordar que hay más de un texto en el que, después de reconocer la evidente heterogeneidad de la extrema derecha europea, se levanta acta de los cinco líderes europeos que poco tienen que envidiar al estadounidense: Marine Le Pen en Francia y posiblemente victoriosa en las próximas elecciones, Viktor Orban en el poder en Hungría, Geert Wilders del Partido de la Libertad Holandés (PVV) y, con Le Pen, de Europe of Nations and Freedom (ENF), Matteo Salvini de la Lega Nord y de ENF y Jaroslaw Kaczynski, gemelo del fallecido Lech, líder en Polonia del PiS (Partido Ley y Justicia) en el gobierno y al que pertenece Donald Tusk. No son los únicos, pero sí los más extremistas.

Harían bien aquellos civilizados europeos si miraran primero en el patio propio antes de hacer incursiones en el ajeno. No se trata del evangélico «ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio» ya que, hay que reconocerlo, lo de Trump puede tener mayores consecuencias para el mundo que lo que pueda producir Salvini en Italia o lo que haya podido pretender un exalcalde catalán ahora senador en Madrid.

La fragmentación política (ahora le ha tocado el turno a Irlanda) que aqueja a Europa es un caldo de cultivo ideal para la aparición de estos salvadores, de ideas claras y referencias evidentes al «pueblo», la «nación» y, sí, la «gente». Cuanto más simples sean y cuanto más brillantemente definan al «enemigo», mejor.

Pero no tienen por qué estar todos en la extrema derecha. Si para entender lo que ahora sucede puede servir echar un vistazo a lo que pasaba en los años 30 del siglo XX, convendrá recordar que, entonces, los antidemócratas estaban en ambos lados del espectro. Por supuesto que unos y otros se criticaban (y odiaban) mutuamente y también a los otros que, decían, lo que ofrecían era una falsa democracia que no tenía en cuenta la raza ni el pueblo. Vayan algunos ejemplos.

El primero es obligatorio: Mussolini. Y lo tenía claro: «La democracia ha quitado estilo a la vida del pueblo. El Fascismo se lo devuelve al darle una línea de conducta, esto es, color, fuerza, pintoresquismo, sorpresa y mística, todo aquello en fin, que cuenta en el alma de la multitud». Lo de la «multitud» ha seguido resonando en autores alternativos hasta nuestros días. Y de izquierdas.

Después está, claro, el franquismo español hablando de democracia orgánica. Democracia, sí, pero sin caer en sus conocidos vicios del régimen de partidos (partidocracia) y, por tanto, usando los cauces «naturales» para la representación, a saber, familia, municipio y sindicato (verticales, por supuesto).

Para ver cómo estaba la cosa los soviets de la Revolución de Octubre instauraron la democracia, pero popular. Del pueblo, vamos. Cierto que había estado el zar y que los demócratas que hubo entre este y los soviets no eran suficientemente demócratas para los leninistas. La democracia se conseguía cuando los que sabían (vaya usted a saber cómo) cuáles eran los verdaderos intereses de la gente se ponían diligentemente a satisfacerlos. Con algunos problemillas, sí, pero nadie es perfecto.

En todo caso, Hitler era el más claro: «Con humanidad y democracia nunca han sido liberados los pueblos». Pues eso.

Los trump-etas de ahora lo tienen igual de fácil. Si entonces los judíos podían ser etiquetados como enemigos (incluyendo el complot judeo-masónico del que hablaba el franquismo), ahora tienen a los musulmanes que no respetan nuestras costumbres si viven aquí y acabarán siendo mayoría o que, si están fuera, van a invadirnos el día menos pensado. Giovani Sartori decía en un periódico madrileño del mes pasado que «algunos han creído que se podían integrar los inmigrantes musulmanes, y eso es imposible». Tal vez. Lo que no tengo tan claro es que «a quienes no aceptan nuestras normas se les debe colocar en la frontera». Por lo menos, no he visto que se ponga en la frontera a quien roba del erario público o aprovecha de su cargo para enriquecerse ilícitamente. Porque, que yo sepa, esto último «nuestras normas» no lo permiten.

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