Cunde la indignación por las imágenes del tratamiento que esos especímenes forofos del PSV Eindhoven dispensaron a unas mujeres que pedían limosna. Lanzaban monedas a cambio de que se arrastrasen por el suelo a recogerlas o hiciesen flexiones o bailasen. Unas pocas monedas a cambio de que hicieran lo que a ellos se les pasó por los cojones en ese momento, plenamente conscientes de encontrarse en una posición de dominio y ejercerlo para su disfrute. Tres días después, en Roma, en mitad del puente del Sant'Angelo, otros energúmenos seguidores del Sparta de Praga que se enfrentaba al Lazio, rodearon a una mendiga y uno orinó sobre ella. Cada vez se hace más visible la cantidad de agresiones sexuales, en apariencia consentidas, de que son objeto las mujeres en fiestas populares multitudinarias que congregan gran presencia masculina, como ocurre con los sanfermines, por ejemplo. Lo que parece que es una nota común es que hay que mostrar públicamente que se es macho dominante mediante la humillación a través de actos que expresen sumisión y acatamiento a su voluntad. Y nada como el espacio público para ello.

Pero no hace falta que se congreguen multitudes de hombres por motivos especiales como un partido de fútbol o unas fiestas populares. Bastan unos cuantos en cualquier día que salen de fiesta. No sé si recuerdan que hace poco más de un año unos jóvenes de Talavera de la Reina con el cerebro bien formateado en clave macho se fueron a correrse una juerga a Barcelona. Mientras uno de ellos grababa la hazaña, otro le propinaba una patada a una mujer que esperaba en un semáforo. Por supuesto, la cosa no tenía tanta gracia si solo ellos lo conocían, así que subieron el video a las redes sociales. Había que hacer pública la humillación. La reacción social de indignación no se hizo esperar.

Ignoramos la cantidad de ellos que en ocasiones así (¡oh, qué civilizados!) prefieren «irse de putas», pero que sus beneficios económicos contabilicen en el PIB indica que es una cantidad nada desdeñable. El alarde de poder queda fuera del espacio público pero en cualquier caso, ya sea en un coche, en un puticlub, en un piso o chalet de lujo, queda claro que ellos mandan y ellas obedecen, que ellos dominan y ellas acatan. Y, sin embargo, aunque se sabe que eso sucede, no hay indignación social. Al contrario, hay quienes abogan por convertir la prostitución en un trabajo digno. Y yo, en el fondo, no alcanzo a ver la diferencia entre los que arrojan unas monedas a unas mujeres a cambio de que hagan flexiones y los que a cambio de un billete pretenden que les hagan una mamada. Me parece igual de humillante.