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Daniel Capó

Donald Trump

Donald Trump triunfó en las primarias de Carolina del Sur, destrozando las expectativas de uno de sus rivales más conocidos, Jeb Bush. Podría suponer, como señalaba un interesante artículo publicado en The National Interest, el final de la dinastía Bush. De hecho, votar a Jeb era como aceptar la política exterior intervencionista de su hermano, el expresidente George W. Bush: la guerra de Irak y de Afganistán, la democracia impuesta unilateralmente, el legado de Rumsfeld. Votar a Trump, en cambio, parece indicar el retorno de una de las grandes pulsiones americanas: el aislamiento secular frente a la voluntad imperial. Una América poderosa y autosuficiente, poco deseosa de inmiscuirse en los asuntos ajenos.

A día de hoy, el magnate es el candidato mejor situado para liderar la candidatura republicana. Más que en el ámbito de las ideas, Trump se mueve en el terreno maniqueo de la identidad. Sus proclamas resultan a menudo populistas, xenófobas y racistas. Apela a los instintos bajos de un votante de derechas que se siente abandonado por los poderes económicos. En realidad, al igual que ocurre en Europa, cabe dividir al votante conservador en dos grupos. El primero, minoritario, lo conforman las élites urbanas, profesionales, intelectuales. Son ciudadanos que se adaptan bien a la globalización, que gozan de una formación privilegiada y de trabajos de excepción: banqueros, economistas, médicos, abogados... El segundo grupo, sin embargo, lo conforman trabajadores de clase media baja, pequeños autónomos y obreros; víctimas todos ellos de la globalización. Es un votante que podría confluir con la izquierda, pero que no coincide con sus valores ideológicos. Es un votante que, a menudo, se siente agredido por la inmigración y los acelerados cambios en el terreno moral. Un votante, en definitiva, desconfiado y defensivo, al que Trump apela emocionalmente.

Si George W. Bush habló en su día de un «conservadurismo compasivo», lo cierto es que el discurso de la derecha ha virado en los últimos años hacia las élites. Se trata de un legado del neoliberalismo que llegó con Thatcher y Reagan para potenciar la globalización: mercados abiertos, menos regulación, privatización de los servicios sociales, competencia global... Las nuevas condiciones de la economía, unidas a las transformaciones ideológicas, provocaron que hubiera ganadores y perdedores. Y esto sucedió tanto en la derecha como en la izquierda del espectro político. Christopher Lasch habló de una «rebelión de las élites» en un libro muy comentado en su momento. No fue el único. El olvido de la clase media-baja ha acabado alimentando el populismo de nuestros días. La postergación de un grupo social siempre termina sacudiendo la realidad política.

El peligroso éxito de Trump nos recuerda que los debates ideológicos se extreman cuando se abordan temas identitarios. Y que las identidades heridas, temerosas, defensivas pueden incendiarse con relativa facilidad. No hay que creer que la campaña de Trump sea el resultado exclusivo de la propaganda televisiva, como tampoco podemos suponer que el éxito electoral de Pablo Iglesias sea la consecuencia directa de los debates televisados ni de los programas evolianos. El populismo encuentra su caldo de cultivo en un olvido previo y en la creciente atomización de la sociedad. Del choque de civilizaciones profetizado por Samuel Huntington hemos pasado a una renovada lucha de clases, con sus inevitables derivaciones culturales e ideológicas. Al final, Donald Trump nos recuerda algo que ya sabíamos: que el populismo tiene causas reales. Y que ha venido para quedarse.

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