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José María Asencio

Podemos y la democracia

La lectura de las propuestas de gobierno de coalición de Podemos despejan muchas incógnitas sobre su forma de ver y entender la sociedad, sus proyectos y la ideología que subyace a un movimiento que opta, sin dejar margen a la duda, por una sustitución del sistema democrático imperante en el mundo al que España pertenece. Su visión de la división de poderes, de la posición que debe ocupar el partido en el Estado, de la libertad e independencia de las instituciones, dista mucho de responder a la que informa nuestro texto constitucional y a los valores que lo inspiran. Se empieza, de este modo, a comprender y quienes no lo han captado hasta ahora deberían ya tomar conciencia de ello, del sentido del proceso constituyente que promueven. No persiguen una reforma del sistema, la superación de sus defectos, sino un cambio del mismo con referentes en arcaicos modelos autoritarios, ya fenecidos y fracasados y en actuales que se caracterizan por la falta de libertad, además de un empobrecimiento general de la población.

Tampoco valen las rectificaciones apresuradas ante las críticas recibidas. Cuando se exponen creencias de tan alto contenido autoritario, de poco sirve justificarlas en errores, apresuramientos o intenciones mal expresadas. Nadie que no piense lo que afirma puede deslizar tanta vehemencia expresiva de una forma de entender la sociedad si no cree en ella. Nadie que se considere un demócrata, en el sentido en que se entiende en nuestro modelo, puede deslizar pretensiones incompatibles con el mismo. Podemos, sencillamente, se muestra en sus propuestas como es y así hay que valorarlo a la hora de establecer un pacto de gobierno que difícilmente puede calificarse de progreso, sino de vuelta a sistemas caducos o fracasados.

Las reacciones, mesuradas a pesar de la gravedad de lo pretendido, han puesto el dedo en la llaga de los elementos más radicales de ese partido. No cree en la división de poderes, no cree en el pluralismo, no cree en la independencia de las instituciones. Cree en el poder, que radican en el partido o en el gobierno, en el mal llamado centralismo democrático, de inspiración estalinista, que era centralista, por su concentración en unos pocos, pero en el que no había democracia alguna. Frente a aquello se alzó el socialismo, que siempre fue libertad.

Exigir que las personas que ocupen los cargos más relevantes de las instituciones del Estado, incluidas las judiciales, estén comprometidas con el gobierno de progreso, es tanto como crear una sociedad monolítica y subordinada al Poder Ejecutivo, un retroceso grave en un país que requiere más institucionalidad y menos partidismo. Demandar el control de la actividad judicial y fiscal, amén de la policial, en la lucha contra la corrupción, se traduce en una intromisión gravísima en la independencia judicial que exigiría una reforma constitucional que aboliese la división de poderes.

No solo no se abandona el sistema de designación a dedo de los altos cargos de las instituciones, sino que se refuerza su control ideológico y se suprime la pluralidad, hoy al menos respetada formalmente.

Estos principios, tan displicentemente articulados por los ideólogos de Podemos son una expresión suave de otros que marcaron las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Judicial en el régimen nazi. Solo existe el Ejecutivo, siendo los demás meras funciones, simples apéndices de éste. No hay ley, pues a la misma debe sobreponerse el principio de «autoridad», del líder o del partido. Los jueces, en su labor ordinaria, no han de aplicar la ley, sino indagar en la voluntad del caudillo que es superior a la ley, fuente, en realidad, del derecho. Quienes califican nuestro sistema democrático de franquista, no son sino parásitos de aquel régimen, de un recuerdo que justifica su existencia misma. No son nada sin ese recurso. Es tal la confusión, que entre sus propuestas y los valores del franquismo es difícil hallar diferencias, aunque cambien los dogmas.

Ni ley, ni independencia derivada de la sumisión a la misma. Sólo la autoridad representada por quien ostenta un poder que se pretende instalar en los sectores más sensibles para conseguir el control social.

A nadie que crea en el sistema democrático se le ocurre demandar que los miembros del Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional o el Fiscal General del Estado hayan de comprometerse con el cambio antes que con la Constitución o la ley y a nadie se le hubiera ocurrido eliminar la disidencia por la vía de hacerla irrelevante. A nadie se le hubiera ocurrido que el Gobierno pudiera coordinar la actividad judicial eliminando la independencia de este poder convertido, pues, en un apéndice del Ejecutivo.

No es esto lo que España necesita. No es posible, ni conveniente retroceder un siglo en la historia y volver a bucear en regímenes pasados caracterizados, aunque se quiera adornar esta afirmación con valoraciones escasamente fundadas, por la ausencia de libertad. El Estado de derecho mantiene su vigencia. Debe reformarse en lo que sea necesario y conveniente. Pero, reforma no es ruptura. Y las aventuras suelen conducir al desastre.

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