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El retablillo de don Cristóbal

En 1930, Federico García Lorca escribió «El retablillo de don Cristóbal. Los títeres de cachiporra». Una obra para marionetas en un acto. El escritor advierte en una breve introducción, que las palabras malsonantes, lo bufo, lo exagerado de la tragicomedia, pertenecen a la tradición y al pueblo. Federico se exculpa de algún modo por lo que pudiera pasar. Pero no pasó nada. Hablamos de 1930. Apenas cuenta con cuatro o cinco personajes. Don Cristóbal es un viejo rijoso, médico y con ganas de tocar pelo a costa de todo. El director, borde y mandamás. Doña Rosita que quiere desposar a su hija de veinte años a cambio de dinero y una mula torda que la lleve a Portugal. Rosita, la novia, puntito casquivana, puntito zorrastrón cumplido. El poeta, trasunto de Lorca a quien el director no le deja meter baza. Currito, amante de Rosita. Bien. Sobre poco más o menos, la historia va así.

Doña Rosita quiere casar a su hija y se fija en don Cristóbal. Doña Rosita le ofrece a don Cristóbal a su niña que «tiene dos tetitas como dos naranjitas y un culito como un quesito». Don Cristóbal, en todo momento, enarbola una cachiporra con la que reparte estopa a diestra y a siniestra. Ese es el punto en el que los niños suelen descojonarse de risa. Un enfermo acude a don Cristóbal para que le cure un dolor en el cuello. Don Cristóbal, después de rebañarle hasta el último maravedí, dinero que invertirá en la boda y en la mula de doña Rosita, obliga al enfermo a que estire el cuello, momento en que aprovecha para degollarlo. Como son marionetas, los niños, que son niños pero no idiotas, vuelven a reírse sin recato y dando palmas. Rosita, quiere casarse, pero no quiere a don Cristóbal. Rosita lo que quiere es «estar con Juan en el diván, en el colchón con Ramón, en el canapé con José, en la silla con Medinilla?» enseguida se echa de ver que Rosita es doncella con escozor de virgo y unas aparatosas ganas de que se lo alivien. Los desposorios llegan a buen puerto y don Cristóbal agarra una curda descomunal. «¿Has bebido mucho?», le dice Rosita. Y le invita a que tome una siesta reparadora. Es el momento en que Rosita aprovecha para calzarse a todo pantalón que se le pone a tiro. El marido despierta. Se mosquea. Pero vuelve a dormir. Vuelve a despertar y vuelve a dormir tranquilizado por las engañifas de Rosita. Y Rosita alumbra a cinco criaturas de distintos padres. Don Cristóbal es consciente del embeleco y en un ataque de cuernos, mata a cachiporrazos a su mujer y a doña Rosita, su madre. Después, coge los títeres yertos de ambas manos y los muestra al respetable. Pero los niños, que son niños pero no idiotas, saben que son títeres, que es ficción, que es una obra de teatro. Los niños, según lo más probable, en lo último en que se fijaron fue en la denuncia social, en lo despreciable de doña Rosita, en el machismo, en la arrogancia, en lo violento y nauseabundo de don Cristóbal, en la inocencia del enfermo que ponía su cuello a merced del médico, en las insaciables ganas de coyunda de Rosita. Los niños se descojonaban porque un muñeco histérico inflaba a hostias con su cachiporra a otros muñecos. El mensaje, ni mucho ni poco subliminal, lo justo, va dirigido a los adultos. Los niños solo van a ver el tartazo en la cara, la patada en el culo, la cachiporra de mentira golpeando la borra de una marioneta. El mismo Lorca lo aclara al final de la obra: «Las malas palabras adquieren ingenuidad y frescura dichas por los muñecos». Y aún remata su adenda: «Y saludemos a don Cristóbal como a uno de los personajes donde sigue pura la esencia del teatro».

Dos titiriteros, han pasado por la cárcel por emular a Lorca, por intentar hacer arte con su malestar ante ciertas instituciones. De cosas de parecido jaez está llena la historia del arte. Los dos artistas han sido cabeza de turco de una absurda, burda, cínica, descacharrante caza de brujas. Vuelven a encarcelar a Lorca los mismos de siempre porque la historia es cíclica. Es bueno que ladren. Señal de que cabalgamos.

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