­«¿Cómo estás, bonico?». Lo mío sólo eran pequeñas averías; lo suyo, un cáncer que la devoraba con terrible saña. Pero ella siempre se adelantaba a preocuparse por ti, para marcar su territorio desde el primer momento. Un territorio que era el de la vida, aun cuando se estuviera muriendo.

Concha Azorín se fue la pasada madrugada. Persona formidable, mujer de una pieza, ciudadana comprometida, militante sin carnet de la izquierda real, maestra por vocación, madre coraje, esposa cómplice, se diría que se marchó rápido para ahorrarle a los que la querían el sufrimiento de una agonía que no merecía; que dejó de ser para seguir siendo como era: fuerte y segura. Para que fuera así, y no de otra manera, como la recordáramos.

Casada con uno de aquellos políticos honestos que trabajaron por sacar a este país de la ignorancia y el atraso, el exdirigente socialista Emilio Soler, y madre de una luchadora admirable, la exconcejal Laura Soler Azorín, a la que todavía pudo ver el pasado octubre doctorarse en Filología, Concha era la clave de bóveda de una familia a la que la vida no le ha ahorrado adversidades pero que ha sabido plantar cara a todas de la misma manera: afrontándolas con determinación y derrochando generosidad. En un mundo en el que palabras como discapacidad o dependencia no estaban ni en el diccionario, en el que una minusvalía era una sentencia de exclusión, en el que no existían derechos sino beneficencia, Concha se empeñó en que su hija, nacida con parálisis cerebral, no tuviera que renunciar a nada y aspirara a todo. Laura fue concejal, ya lo he escrito, y también es doctora, también lo he dicho. Pero sobre todo, como ella mismo proclamó al término de una conferencia, es una mujer feliz. Y esa es la obra de Concha. Su legado. Conozco muy pocas personas capaces de hacer cosas tan importantes sin darse a sí mismas importancia alguna. Concha era una de ellas.

Cuando hace unos meses le confirmaron un diagnóstico tan cruel como inesperado, Concha sólo aceptó seguir un tratamiento por ganarle tiempo a la parca para dejar todo lo más organizado posible. Y aunque sólo su familia sabe los durísimos momentos por los que han pasado, nunca le escuché una queja, siempre se me anticipó con ese «¿cómo estás, bonico?». En sus últimas horas, Emilio no dejó de repetirle, seguro de que le escuchaba, lo guapa que era. Y sí que lo era. Era hermosa.