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Pedro Sánchez no tiene escapatoria. Este país y su partido no pueden subordinarse a los intereses, deseos o ambiciones de quien es el responsable, porque es el secretario general y era el candidato, de un fracaso mayúsculo, histórico, que no puede disimularse bajo cálculos aritméticos que, en todo caso, de llevarse a efecto lo que desea aquel, serían la tumba del PSOE. Todos lo ven, menos quien percibe el poder al alcance de la mano, al precio que sea.

Este partido necesita una profunda regeneración, que no significa dar paso, como se ha hecho, a los jóvenes de Blanco y de las Juventudes Socialistas amamantadas por Zapatero con todos sus defectos. Difícil lo tiene, porque, si se fijan bien, el PSOE carece casi por completo de una generación, la de la edad de Zapatero, que fue eliminada por éste que cercenó el presente y el futuro de sus contemporáneos, de aquellos que podían hacerle sombra. Vender juventud y revolución cuando otros, sin pasado, venden ese producto con patente propia conduce a la irrelevancia. El PSOE es y debe ser lo que es, no otra cosa. De ahí que, perdiendo su identidad, vaya desapareciendo si alguien no pone remedio inmediato.

Porque no se trata solo de personas y liderazgos, tan frágiles como artificiales cuando la política es solo imagen e inmediatez, carente de ideología, sino de personas que sean algo más, que crean en la política con mayúsculas y, a poder ser, que no hayan nacido, vivido y esperen morir sin haber cotizado a la Seguridad Social.

Pedro Sánchez está condenado. Gobierne o no, su sentencia está dictada. Y no debe morir causando más problemas al herido, de modo que es necesario que no le dejen suscribir un pacto que él llama de progreso y que se traduciría en un desgobierno sin posibilidad alguna de éxito. Cuatro o cinco partidos, de distinto pelaje e intereses opuestos, no son garantía de un futuro mínimamente estable. Tampoco parece que pueda suscribir un acuerdo con el PP. Más allá de su conveniencia, el secretario general pertenece a una generación que no tiene la calidad necesaria para entender los acuerdos entre diferentes. Con ellos no se habría hecho la Transición, que les parece incomprensible, pues han sustituido la tolerancia y el respeto, por la intransigencia y cierto fanatismo. La confrontación es la marca que los individualiza y de la que parecen sentirse orgullosos, sin percatarse de la pluralidad social, de la división de la ciudadanía. Nadie puede salir triunfante de esa estrategia suicida.

No hay pacto posible, que tenga viabilidad, sin contar con el PP, quieran o no, pues su mayoría absoluta en el Senado, que se olvida o se ignora, tiene un valor muy determinado en tanto puede cercenar cualquier reforma constitucional que solo sería posible con su acuerdo. Esa mayoría absoluta puede poner trabas serias en la tarea legislativa ordinaria y paralizar cualquier modificación constitucional, la clave de las propuestas de la izquierda.

Intentar la coalición múltiple a la que aspira Pedro Sánchez, está condenado al fracaso si se analiza desde la gobernabilidad. Un imposible que solo él, movido por su ambición, aunque sea legítima, busca a sabiendas de que solo tiene esa salida en su corta vida política.

La solución, como se preconiza desde sectores amplios, no es otra que una gran coalición en la que, manteniendo las cifras macroeconómicas, que reflejan una recuperación evidente de la economía ante los retos de la globalización, incida en la igualdad y en las políticas sociales, aspectos éstos que el PP ha descuidado más allá de lo que era obligado para salir de la crisis económica, evidenciando, más que necesidades derivadas de esta, una forma de entender la sociedad excesivamente liberal y origen de situaciones incompatibles con el modelo social. En definitiva, cumpliendo con las reglas impuestas por la UE y la realidad económica, inevitables en todo caso como se ha demostrado en Grecia, imprimir un giro profundo en los elementos que fundamentan el modelo del Estado del bienestar. Al igual que grandes pactos en materia de justicia, educación, sanidad y pensiones que doten al sistema de estabilidad y eficacia.

Una gran coalición como única y posible salida, pues engendraría mayorías absolutas en ambas Cámaras. Todo lo demás se traduce en desgobierno y conduce a unas nuevas elecciones.

Ciertamente, esta solución puede y debe requerir por parte del PP no sólo ofrecimientos concretos de cambios en sus políticas, ideológicamente inaceptables para el PSOE y para quien tenga una mínima sensibilidad social, sino, tal vez, el del mismo presidente del Gobierno que, no se olvide, es el responsable de la pérdida de más de sesenta escaños, muchos como para no generar las consecuencias lógicas y automáticas en un sistema democrático.

Un gran pacto exige un cambio de los máximos representantes de ambos partidos, relevados por quienes no estén comprometidos con las gruesas palabras y prevenciones que ambos han hecho en la campaña y que puedan caminar sin las ataduras de las estrategias de la confrontación, tan demoledora para ambos, como para la ciudadanía.

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