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Tiempo atrás estaba la vanguardia de Aguas de Alicante encabezada entonces por Asunción Martínez con un equipo de atacantes de esta casa repasando la actualidad política más próxima y, cómo no andaría ésta, que la almoradidense fue por derecho con el estilo propio de la Vega, zanjó de un plumazo y, sin cortarse un ápice, derivó los trastos de matar hacia el balompié. «Pero ojo -advirtió-, la autoridad es éste», señalando a un componente de su formación discreto, serio, de los que solo toman la palabra cuando se la dan: «Sí, bueno, lo dice porque soy hijo de Antoniet». ¡Uuuufff! Casi ni pude respirar tras iluminárseme la cara de un modo que los demás pensaron que iba a darme algo. Y me dio. Ninguno, ni siquiera Antonio Ivorra hijo tenía por qué saber que el ídolo de mi padre no fue ni Juanito Arza ni Campanal, sino aquel delantero que encandiló al viejo Nervión y al Pizjuán, un alicantino de pura cepa que llegó procedente del Jaén. Yo nací a la pasión esta que nos inocularon desde la cuna escuchando su nombre como un padrenuestro. Aunque lo vi jugar, lo conservo anexionado a la memoria oral. Y por motivos navideños, su largo adiós me pilló haciendo el recorrido vital aquel: Alicante, Jaén, Sevilla, donde se palpa a las claras el poso que su figura dejó a orillas del Guadalquivir. Antoniet no solo encandiló a esta tierra porque se hartó de marcar goles con su juego eléctrico que lo ha convertido en un dorsal de leyenda, también se materializó porque cuando la riada del afluente que fue el Tamarguillo anegó unos cuantos barrios sobre todo bisoños, él se pasó casa por casa para lo que los vecinos pudieran necesitar. Y eso nadie ha podido olvidarlo. Como tampoco olvidaré la tarde aquella en la que tuve la oportunidad de abrazarlo ante su hijo y con la voz de mi padre retumbando por dentro, temblorosa de placer.

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