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Bartolomé Pérez Gálvez

Cosas que importan

Imagino que viven atentos a las noticias de interés prioritario, como las referentes a futuras alianzas post-electorales. Tal vez sigan sacándole punta a los resultados del último barómetro de intención de voto. Quizás anden preocupados por si el Parlament acaba autoproclamando la república catalana, lo que a buen seguro ocurrirá mañana. Temas interesantes, sin duda. Hasta cabe concebir a la afición local pendiente de la última bronca de Guanyar Alacant. Sus concejales se han caído del guindo de repente, al descubrir que la política es una ruina, y en consecuencia han reclamado a los militantes estirar la porción del sueldo que, en principio, se pactó destinar a su bolsillo. Sin embargo, esta semana un servidor pasa de titulares de primera. El cuerpo me pide hablarles de gente corriente y sus problemas. De asuntos cotidianos. En definitiva, de lo que uno escucha cada día en su particular confesionario laico.

Esteban es un tipo duro que supera con creces la cincuentena. Pertenece al club de los que son demasiado viejos para encontrar empleo y aún muy jóvenes para pensionarse. Jodida situación que, dicho sea de paso, sigue siendo uno de los grandes males de este país. Ha trabajado de casi todo en esta vida. Eso sí, no le ha caído la lotería de jubilarse anticipadamente a costa de todos los españolitos de a pie. Lleva más de cuatro décadas dando trompicones, con más pena que gloria. Es uno de los que sobrevivieron a los tiempos de la heroína. De aquel entonces debió de heredar esa expresión de falso psicópata que le caracteriza, que provoca respecto. Admito que su fachada impone un poco, aunque lo cierto es que es legal. Y le aprecio.

Ahora intenta controlar su querencia a los tranquilizantes, pero no se trata de un adicto al uso. Muy al contrario, Esteban es el paradigma de eso que denominamos «dependencia iatrogénica». Vaya, que si anda enganchado es por la inadecuada prescripción de alguno de mis colegas y no porque el mozo se ponga a gusto con las pastillas. Para colmo, se enfrenta a un cáncer de laringe que combate a duras penas. Por más que su mala salud pueda parecer un cúmulo de desgracias excesivo, el suyo no es un caso insólito en absoluto. La vida siempre tiene sentido, pero no es tan rosa como la pintan ni mucho menos un festival continuo de alegría. Eso es Disneylandia.

Este hombre no forma parte de los 30.000 «sin techo» que viven en nuestro país, pero sufre carencias básicas inaceptables. Me cuenta que cuando rebusca en los contenedores de basura apenas queda nada. Suele llegar demasiado tarde para conseguir restos de comida o artilugios que vender. Todo lo aprovechable ya ha volado. Está enfermo y desconoce las mañas de quienes han profesionalizado el reparto de la miseria; así que, ante tanta y tan desesperada competencia, lo tiene crudo. «Coño, Esteban, si es que hay lista de espera hasta para eso», le digo. Y, lejos de molestarse, me contesta: «¿Tú lo has visto? ¡Claro que hay!» No hablo de oídas, que ya han pasado algunos años desde que vi al primer tipo trajeado volcarse dentro de un contenedor. Y me impactó, para qué negarlo. Poco ha cambiado la realidad desde entonces. Otra cuestión es que sigamos prefiriendo mirar hacia otro lado.

Acuciado por la necesidad de cubrir sus ínfimos gastos, Esteban ha parido una curiosa idea. Tiene la intención de donar un cuadro firmado por un conocido pintor alicantino. Sostiene que es el retrato de un afamado médico del siglo XIX, del que dice ser familia. Personalmente, me importa poco cómo ha llegado ese retrato a sus manos. Si él afirma que es una herencia no tengo motivos para desconfiar. Lo llamativo es la contraprestación que desea obtener por la cesión de la pintura. Les cuento.

Al personaje le resulta muy difícil ganarse cuatro eurillos con los cachivaches que encuentra en la calle y se le ha ocurrido un trueque. Me pregunta a quién podría dirigirse en el Ayuntamiento de Alicante para negociar, a cambio del retrato de su tío abuelo, que se le conceda permiso? ¡para hurgar en la montaña de basura de toda la ciudad! Es decir, quiere que le dejen acceder a la zona donde almacenan los residuos urbanos recogidos en el municipio. La propuesta tiene bemoles, porque Esteban no es chatarrero ni persigue un negocio. Por no tener, no tiene motocarro con el que cargar la mercancía. No, en su proposición no hay ánimo de lucro. Simplemente busca algo comestible y trastos que vender para pagar el alquiler de la habitación en la que duerme. Y, si llega, para seguir con la medicación que se costea malamente. No tiene ingreso alguno pero continúa pagando el 40% de su tratamiento, por más que va de ventanilla en ventanilla explicando su situación. «Me dicen que sí, que tengo razón, pero no me solucionan el problema», se lamenta. Le explico dónde ir y qué debe decirles pero, para ser sincero, tengo dudas de que sirva para mucho. Es uno de esos 500.000 valencianos que no tienen para pagarse los medicamentos. Esta vez le salva una vecina. La próxima, tal vez una de las promesas pre-electorales se conviertan en realidad. No lo cree. Yo, tampoco.

Si el asunto del cuadro tiene miga, el panorama de Mika es sobrecogedor. Recién estrena la treintena, inmigrante -legal, ¡eh!- y madre de la preciosa Altea, de tres años. Cuando la vida empezó a enderezarse y encontró cierta estabilidad emocional la parca le arrebata al padre de su hija. Maldito infarto. Apenas hace tres meses y lleva mal el duelo. De nuevo recurre al alcohol para afrontar el «carpe diem» que se vuelve jodido por momentos. Marco límites, le recuerdo que Altea está ahí y vuelve a ser la Mika que conocí hace siete años en la misma consulta. Decide que ha llegado el momento de levantar vuelo y dejar la falsa evasión. Ingresará en el hospital para desintoxicarse del jarabe con el que anestesia las penas. Perfecto.

Viuda y sin nadie en quien apoyarse ¿dónde diablos queda Altea mientras su madre está ingresada? Sí, ya sé lo de las políticas de protección de la mujer. Existen, por supuesto, como también quienes consideran que debe perder la custodia por el mero hecho de estar enferma. Si no aceptara el ingreso me vería en la obligación de denunciarla para proteger a su hija. Pero si me hace caso e ingresa, Altea puede quedar en desamparo porque no hay quien la cuide. Un círculo vicioso que no se rompe a fuerza de hermosos discursos ideológicos. Acción, leches, acción.

«¿Ves cómo es peor venir aquí que quedarme en casa y seguir bebiendo?», me suelta. Vale, machote, a ver cómo encajas el golpe. Luego cuéntale lo mucho que se preocupan algunos por las mujeres solas y por la maternidad. Se me hace cuesta arriba. Uno acaba creyendo que el destino es justo porque, al fin, salvamos la cabeza. Aparece una amiga que acepta. Altea sigue haciendo dibujos y llevándose el bolígrafo que le regalo en cada visita. Valió la pena.

Esteban y Mika son reales. Es más, son muchos. Acúsenme de demagogo -me la trae al pairo- pero estamos rodeados de dramas de ese calibre. Con cuarto y mitad de humanidad, todo solucionado. Y no es práctico mirar hacia otro lado. No, no lo es.

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