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Javier Llopis

Con el agua al cuello

Javier Llopis

De la miseria al Derecho Constitucional

Se supone que las próximas elecciones eran una oportunidad de oro para ajustarle las cuentas a un gobierno obsesionado por las cifras de la macroeconomía, cuyas decisiones han llevado a la miseria a millones de españoles. Se supone que estos comicios estaban considerados por amplios sectores de la población como un instrumento para forzar un cambio de las formas de hacer política y para llevar al poder a unos partidos con una lista de prioridades centrada en cuestiones como el bienestar social, los derechos laborales o la lucha contra la corrupción política. Se supone que en las semanas previas a la cita del 20 de diciembre los grandes temas de debate iban ser la supervivencia de nuestros servicios públicos, las políticas de transparencia o la instauración de una nueva economía que tuviera en cuenta el factor humano y en la que las estadísticas no acabaran aplastando al hombre de la calle.

Por extraño que parezca, ninguna de estas previsiones va a cumplirse. Las elecciones generales del 20-M vienen amarradas a un único tema: el proceso de independencia iniciado por Cataluña. De forma gradual pero inexorable, la crisis económica ha ido despareciendo de la actualidad y se ha visto desplazada por un aluvión de noticias relacionadas con la desconexión catalana. Donde antes había reportajes de colas ante los comedores de Cáritas, ahora hay imágenes de Carme Forcadell proclamando la inminente llegada de su nueva república. Los dramáticos testimonios televisivos de las familias de parados que no llegaban a final de mes han sido sustituidos por crónicas detalladas sobre la vida y milagros de la alegre muchachada de la CUP o por la última soflama patriotera de Artur Mas. El país parece empeñado en olvidarse de una durísima recesión cuyas consecuencias todavía están vigentes en toda su crudeza y ha decidido meterse hasta el cuello en una interminable discusión sobre las inaprensibles sutilezas del Derecho Constitucional.

El primer beneficiario de este inexplicable desplazamiento centro de gravedad político se llama Mariano Rajoy Brey. El proceso catalán le ha insuflado vida a un hombre cuya insensibilidad con los temas sociales lo había convertido en un cadáver político, condenado a una vergonzante derrota anunciada por todas las encuestas. El independentismo de Cataluña ha situado el debate político español en unos territorios en los que la derecha de toda la vida se mueve como pez en el agua: los de la unidad sacrosanta de la patria y los del gesto épico de defensa numantina ante el enemigo. El presidente de Gobierno ha dejado de ser un desahuciado de la política, se ha envuelto con la bandera rojigualda, se ha autoproclamado gran paladín de la integridad nacional y ha iniciado una cruzada a la que no han dudado en sumarse (aunque sea en el modesto papel de actores secundarios) los más destacados líderes de los partidos de la oposición. Este cambio milagroso se ha producido en muy pocas semanas y ha permitido que un futuro gobierno del PP apoyado por Ciudadanos haya dejado de ser una hipótesis descabellada y haya empezado a convertirse en una posibilidad real.

Vuelve a cumplirse una de las leyes clásicas de la política nacional: la derecha española y el independentismo catalán son dos fuerzas opuestas, que tienen la insólita capacidad de retroalimentarse entre ellas. Cada vez que un alcalde o un diputado trabucaire del Partido Popular sueltan una salvajada sobre Cataluña, cientos de ciudadanos del Principado corren despavoridos a apuntarse a las filas de la secesión. Cada vez que el parlamento catalán le hace un corte de mangas al orden constitucional, la saca electoral del Partido Popular engorda con un nuevo puñado de votos de gente asustada ante el fantasma de la España rota. Estamos ante un toma y daca perfecto, en el que los dos bandos sacan beneficios y en el que las personas corrientes y molientes han visto desaparecer de la agenda los asuntos que realmente les afectan. Nadie sabe cómo puñetas terminará la fiesta. De momento, lo único que está claro es que acabe como acabe, la tendremos que pagar los de siempre. Esa es otra vieja tradición española.

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