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Matías Vallés

Las naciones de Gracián

Baltasar Gracián no figura en el santoral de la CUP. Al contrario, ha sido bastión de la ortodoxia y de los depredadores de Wall Street rendidos a sus máximas. Con este bagaje, desde El político abunda en que «en la monarquía de España, donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir». El reconocimiento de «las naciones diferentes» colocará al jesuita en el Índice, si no le gana una multa del Constitucional. Para que se le entienda mejor, el zaragozano contrapone la disparidad española a la homogeneidad de Francia, donde ensalza una continuidad nacional premonición del jacobinismo.

Dos enseñanzas se desprenden del extracto. En primer lugar, la urgencia de nombrar correctamente los términos de una ecuación para afrontarla con alguna esperanza de éxito. En segundo lugar, nadie elige sus problemas. Para resolverlos, Gracián no apela a la fuerza, como hizo el ministro Margallo en la senda de Morenés o Catalá. El jesuita pone el acento en la «capacidad», ya sea para conservar o para unir España. No es el apartado en que más ha destacado Rajoy, tan amigo de descargar las dificultades en hombros ajenos.

Ortega no es el autor favorito de Junqueras. Sin embargo, es el primero quien se mofa de los patriotas que se creen españoles desde hace siglos, otra constante en el discurso de Rajoy. Las asociaciones humanas no se rigen por designios divinos, sino por la renovación cotidiana del compromiso, en un conflicto entre necesidad y seducción que pone a prueba la «capacidad» de los líderes. Plantear la impugnación de un parlamento catalán elegido hace un mes con todos los pronunciamientos legales y sin engañar sobre sus propósitos, es un atentado contra la democracia. Además de una prueba de la nula capacidad de gobernantes que se abrazan a la herencia de Gracián sin necesidad de leerlo.

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