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Javier Llopis

Con el agua al cuello

Javier Llopis

Más de lo mismo

El españolismo oficial seguirá fallando más que una escopeta de caña

La compleja interpretación de los resultados de las últimas elecciones catalanas ha llenado de signos de interrogación las páginas de opinión de los periódicos. Agobiados ante la acumulación de datos contradictorios y de porcentajes que admiten tantas lecturas como partidos hay en el arco parlamentario, los analistas se hacen una pregunta retórica obligada: ¿Y ahora qué? Aunque estas tres palabras quedan redondas en un titular, hay que señalar que la respuesta correcta a este apocalíptico interrogante es de una simplicidad digna del mismísimo Perogrullo: a partir de ahora, más de lo mismo.

Sin cataclismos cósmicos, sin acontecimientos extraordinarios y sin el más mínimo asomo de rupturas traumáticas. A partir de ahora, las cosas seguirán funcionando más o menos como han funcionado en los últimos cuatro años. El nacionalismo independentista seguirá transitando por la senda que tantos éxitos le ha dado: desafío constante a los poderes estatales, mantenimiento de la estrategia de la tensión permanente y masaje ideológico de alta intensidad sobre un electorado que en cada convocatoria electoral crece hasta niveles que hace sólo una década nos resultarían impensables. El españolismo oficial seguirá fallando más que una escopeta de caña: la derecha de Madrid se mantendrá en su contraproducente táctica de mano dura y ni un paso atrás, mientras la izquierda estatal continuará lanzando ambiguas ofertas de pacto y de negociación a una gente que no quiere pactar ni negociar nada que no sea la independencia. Los partidos recién llegados, desde la CUP a Ciudadanos, seguirán engordando sus cuentas de resultados a base de aprovecharse de los garrafales errores de las grandes formaciones, incapaces de hacer un análisis sincero y riguroso sobre las complejidades de la nueva realidad catalana. A partir de ahora y si a nadie se le ocurre una solución milagrosa a este endemoniado embrollo, tendremos mucha política, muchos gestos de cara a la galería y una reedición corregida y aumentada del enfrentamiento que ha llenado hasta el último rincón de nuestro escenario político hasta convertir nuestra actualidad en un extenuante monocultivo informativo, que empieza a provocar hastío en amplios sectores de la ciudadanía.

Dado que ninguno de los bandos en conflicto parece dispuesto a hacer concesiones en sus planteamientos fundamentales, resulta inevitable hacerse una pregunta: ¿hasta cuándo se puede prolongar este diálogo de sordos, cuánto tiempo puede resistir un país sometido al desgaste que supone esta continuada convulsión interna? Ninguno de los agentes políticos envueltos en esta discusión parece tener soluciones para salir de este atolladero. Todos parecen esperar a que se produzca un improbable milagro: los independentistas actúan como si fuera posible separarse de España sin romper la legalidad constitucional vigente y los españolistas todavía confían en que llegará un día en el que los catalanes se cansarán de sus reivindicaciones para volver tranquilamente a sus casas.

El futuro inmediato del conflicto sólo tiene dos salidas factibles. La primera consiste básicamente en seguir repitiendo elecciones autonómicas hasta el infinito, en busca de una mágica carambola política, que modifique el actual estado de polarización que vive la sociedad catalana. La segunda opción requiere una considerable dosis de valentía política y pasa por aplicar en España el mismo modelo que ha aplicado Gran Bretaña en el caso de Escocia. El referéndum sobre la independencia escocesa no fue el fruto del aventurerismo político ni de la improvisación de unos indocumentados; esta consulta fue una decisión meditada, tomada por una sociedad con un altísimo nivel de cultura democrática, que había llegado a la conclusión de que los problemas sólo se pueden resolver dando la cara.

Por desgracia, todo parece indicar que los hombres que dirigen hoy la política española han optado por la primera alternativa; o lo que es lo mismo, por negar la realidad, por dejar que la cuestión catalana se enquiste en un debate tan interminable como estéril y por convertirla en un útil instrumento para conseguir votos en el resto de España. Estamos ante un ejercicio histórico de miopía, que deja muy claro que en este país nadie planifica nada a largo plazo.

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