Tan acostumbrados estamos a pensar en términos virtuales (entendiendo la palabra, no en una de sus muchas acepciones en el diccionario, sino en la más común de transitar por un universo paralelo) que nos creemos que lo que pasa en el mundo virtual es lo que sucede en el mundo real, y hay una gran diferencia.

Pertenecen al mundo virtual las declaraciones, los deseos formulados en twitter, las especulaciones vía digital y los debates que se producen en la esfera etérea del plasma o de los escenarios y las representaciones que apelan a los sentimientos. Pertenecen al mundo real, por el contrario, la convivencia concreta de los individuos, las relaciones interpersonales, los intercambios de cualquier tipo, los derechos, las normas y las instituciones.

Las declaraciones de Independencia, por ejemplo, que conocemos por la Historia, fueron reales en el sentido de que configuraron estados delimitados, territoriales, caso de los Estados Unidos de América, que se independizaron con todas sus consecuencias de la lejana metrópoli. También lo fueron la de los territorios coloniales que se emanciparon de sus amos y formaron jóvenes estados, o bien algunos pueblos que quedaron congelados durante decenios, sometidos a la órbita soviética. Pero no se conoce un solo caso de desmembramiento de un Estado democráticamente maduro, cuyos lazos reales y profundos se han desarrollado durante centurias, por mucho que se quiera poner ejemplos de todos conocidos, como los de Escocia o Quebec. Pues ambos son muy diferentes y distantes de las relaciones, realmente establecidas, entre lo catalán y lo español.

Sería virtual una Declaración de Independencia por parte de un Parlamento Autonómico que ni tiene competencia ni tiene representatividad para llevarla a cabo. Sería virtual desconocer que una declaración de independencia, aparte el efecto mediático, carece de consecuencias jurídicas y reales, además de políticas, porque la independencia al viejo estilo decimonónico no tiene cabida ni en la realidad ni en el mundo del derecho existente. Sería virtual pretender que no se van a producir reacciones, económicas, políticas y jurídicas por parte de los que están obligados a garantizar el cumplimiento de la Constitución vigente. Sería virtual esperar que la Independencia, que es una cuestión de hecho y que sólo se consolida por el reconocimiento exterior, va a ser asumida por los países del entorno o por la UE, democracias consolidadas, que actúan bajo el principio de la realidad y del Derecho. Es virtual pretender que una mayoría más o menos escueta, bajo la influencia de una coyuntura y de ciertos demiurgos, pueda imponer su voluntad a millones de personas que tienen un estatus, unos determinados derechos y vínculos firmes y profundos con el resto del entramado llamado España. Es virtual conceder a la decisión democrática más de lo que está a su alcance, pues la decisión democrática tiene límites (a este respecto hay que recordar adónde llevaron los excesos del «decisionismo» en los convulsos años treinta) en un marco constitucional de convivencia bien ordenado. Es virtual, o directamente falso, pretender que existe una situación «excepcional» en Cataluña que justifica esta clase de decisión virtual.

Y por último, no es virtual, sino directamente un fraude, dibujar a pulso en la mente de la gente la imagen de la Arcadia feliz y el remedio de todos los males. Como en la escena en la que el judío prestamista Syrlock pretende cobrarse el crédito mediante la extirpación de una libra de carne cercana al corazón del deudor, el corte no puede ser limpio y con el peso exigido, pues está vinculado al resto del organismo. Se abren, caso de pasar de lo virtual a lo real, numerosos preguntas; ahí va una: ¿Podría alguien, tal vez los muchos que se vean afectados en sus legítimos intereses, reclamar indemnizaciones contra personas concretas que causan daños y perjuicios como consecuencia de la comisión de actos ilícitos?