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Semana y media

Andrés Castaño

Catalanes y la nacionalidad

EL EXTRANJERO

Ayer estaba presenciando boquiabierto otra sobrehumana exhibición del apátrida Gasol (según la taxonomía administrativa de Mas y su mariachi sólo así puede considerársele, ya que no es catalán por sentirse español ni español por sentirse catalán), cuando recordé melancólicamente que no hace tanto tiempo docenas de parejas catalanas fecundaron a una generación de Andreses tras cierto gol de Iniesta contra Holanda. Descarté que otra de Paus tomara el relevo y desemboqué bobamente en el drama del Espanyol, ese club de aluvión migratorio que agrupaba al lumpen proletariado frente a la burguesía cuatribarrada y de misa en catalán. La posibilidad de que el Español deje de jugar en España es un elocuente testimonio del grado de neurosis colectiva que padece una de las regiones más prósperas de Europa, obcecada en alejarse de Baviera o Lombardía para ingresar en el club de Bulgaria y Moldavia. Terminó el partido, los franceses abuchearon a los campeones, el rey se abrazó con el apátrida y el presidente de la federación catalana de baloncesto confirmó horas más tarde el trastorno bipolar: «Que no se engañen: Pau Gasol es nuestro».

OH LÀ LÀ

Cabía descontar que alguien que agradece la concesión del Oscar asegurando que no cree en Dios sino en Billy Wilder ante una audiencia que decora la mesa del vestíbulo con un ejemplar de la Biblia, también sería capaz de morder la mano que le entrega 30.000 euros en reconocimiento de su trayectoria artística. Esa ha sido la hazaña de Fernando Trueba, uno de esos seudointelectuales castizos que confunden originalidad con extravagancia, al lamentar ya con el cheque en el bolsillo que España no hubiese perdido la Guerra de la Independencia y consecuentemente experimentado un afrancesamiento forzoso. Es una hipótesis contrafactual que da mucho de sí: tortilla a la francesa en lugar de tortilla de patata, Balzac en lugar de Galdós, Aznavour en el de Perales, Asterix y Obelix en el de Mortadelo y Filemón, o por fin un himno con letra, aunque no imagino a un Borbón español con gorro frigio cantando «allons, enfants de la patrie». Claro, seríamos una república. No había caído. De entre tantas catástrofes prescindibles, sólo imagino una fantasía agradable: el Gobierno subvencionaría las películas de Tavernier y no las de Trueba.

CHITTY CHITTY BANG BANG

Tratándose de Volkswagen, una empresa patrocinada en su día por los nazis, no puede extrañar que alguien haya bromeado macabramente con las cámaras de gas por aquello de las emisiones tóxicas. Son muchos los precedentes de optimización de beneficios a gran escala originados por una estafa que suele desvelarse cuando la competencia obtiene pruebas del engaño y no por la intrépida vigilancia de las administraciones. Puede ocurrir con un vehículo o con la talidomida, una travesura farmaceútica con víctimas tan deformes como desamparadas. Mientras los afectados pasean sus muñones, el Supremo se atrinchera en la prescripción, otra de esas instituciones jurídicas que engendran monstruos. Y despejen cualquier duda acerca de las prioridades: la noticia no es qué hará Volkswagen con sus cacharros, sino el desplome del precio del platino en Wall Street. Ocurre que los catalizadores de los coches que controlan la emisión de gases están recubiertos de este metal precioso. Siempre fieles al santo y seña contemporáneo: salvar las cotizaciones.

LA EXTRAÑA PAREJA

Discutir sobre la independencia de Cataluña con Oriol Junqueras es como hacerlo sobre la existencia de Dios con el arcipreste de la Basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén: un viaje en círculo al punto de partida, que es también el de llegada. Sólo alguien tan temerariamente charlatán y con una imagen tan exageradamente optimista de sí mismo como García Margallo osaría hacerlo. Y osó anoche, en un debate en que pugnaban la fe inquebrantable de quien sostiene que su reino no es de este mundo (o, en el caso de Junqueras, que su mundo no es de este reino) y las mañas del político profesional adherido a lo posible y no a lo ideal. Junqueras hablaba de sentimientos y Margallo de cifras, que es como confrontar las opiniones de Shakespeare y de un meteorólogo sobre las tempestades. No ganó nadie: Margallo parloteaba sobre corralitos, pensiones y fuga de empresas (con una catastrófica alusión a los «pieds-noirs» argelinos), pero a Junqueras, un poeta al fin y al cabo, estas pesadas cuestiones lógicas no le afectan.

EL AÑO QUE VIVIMOS PELIGROSAMENTE

Se habla mucho de los balbuceos de Rajoy sobre de si los catalanes perderían la nacionalidad española, pero muy poco de la empanada de Oriol Junqueras, que pretende seguir siendo español tras la imposible independencia de Cataluña, algo que sin duda entenderá cualquier bosnio que ya no es yugoslavo. Recuerda demasiado la polémica entre aquellos dos candidatos ingleses acerca de las propiedades del queso Stilton.

Cuando la victoria de la candidatura secesionista sea una realidad,habrá comenzado la cuenta atrás para el inevitable choque de trenes al margen de la amplitud del resultado: un escaño de ventaja basta, como se ha repetido con desparpajo durante los últimos quince días. Habrá entonces un gesto dramático, la declaración unilateral de independencia o similar, y esto exigirá una respuesta «proporcionalmente adecuada», que puede significar cualquier cosa y la contraria, a tres meses de las elecciones generales. Como dijo Custer cinco minutos antes de ser escalpado por «Caballo Loco», esto no es vida.

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